HISTORIAS DEL REINO
Por el bien de Al-Qila
LA REGENTE doña Isabel no daba crédito a las palabras del embajador del sultán taifa de Pucela en las que le conminaba a entenderse con el díscolo conde de León, don Mario, y a pactar un lugar para don García, el de las prietas carnes. La dama sacudió su melena rubia, a manera de Hidra de Lerna. Alzó su mano diestra, como si meditara la posibilidad de marcarle de recuerdo una fotocopia de la misma en el rostro al embajador, y le habló con esa vo z a medio camino entre la flauta travesera y el pastoreo de los rebaños trashumantes. -¿Acaso vuestro amo, don Juan Vicente de al-Qila, pretende que altere mi voluntad para acomodarme a su gusto y colocar a su amigo en mi lugar, de segundo en los diplomas regios? El embajador tragó saliva. Cierto que sus argumentadas razones políticas superaban al calentón verborréico de la mujer cada vez que le mentaba a don García o a don Mario, especialmente a este último. Y es que el conde de la ciudad de León tenía un carácter¿ Mira que provocar a esta dama famosa por su elegancia verbal, por su exquisita mano izquierda (con perdón), por la sutil forma de ejercer su autoridad, tan amical que si bien antaño cualquier antagonista se convertía en eunuco, ahora simplemente se le despellejaba vivo por expresar su opinión. Doña Isabel le miraba mal, muy mal. Al embajador le temblaron las piernas cuando solicitó otra opinión válida. -¿Vos qué pensáis, don Eduardo? Entre las sombras apareció un noble bien alimentado, de flojo cinturón y aspecto extranjero, pues según el mismo recordaba, pertenecía a las tierras del Bierzo, aunque todos conocían su origen en el Rabanedo. Fiel escudero de doña Isabel, ella solía llamarle mi buen Tigelino, hasta que alguien le advirtió que tal apodo le convertía a ella en el bueno de Nerón. Ni que decir tiene que quien tal relación descubrió, ahora pide por las calles una concejalía por caridad. Así resumió don Eduardo el parecer de la oficialidad leonesa: -Detrás de don Mario ha de mentarse a doña Isabel. En cuanto a García, podéis enviárselo a vuestro amo, el taifa de Pucela. Seguro que allí puede buscarle un acomodo, pues no penséis en cederle mi poltrona, ¡voto a tal!, porque degüello al más pintado, aunque sea de Al-Qila. Partid ahora y no volváis sin ratificar este acuerdo. ¡Marchad! A solas, don Eduardo y doña Isabel se relajaron por fin. -Casi descubren nuestra jugada, don Eduardo, suspiró ella. -¿Acaso creéis que don Mario sabe que escondemos varias bazas en la manga? Si perdemos el gobierno de los Guzmanes, imaginad la cara de don Mario cuando sepa, si no obtiene mayoría absoluta, que su nombre puede vetarse por parte de cualquiera de nuestros potenciales aliados. Vos, entonces, como número dos, os convertiréis en la nueva condesa de León, y él partirá al exilio, como corresponde a un senador rumboso. Pero mira que sois guapa, lista, culta, inteligente, demócrata, maravillosa¿ -Callad ya, don Eduardo-se ruborizó ella. -Si es que os admiro tanto. ¿Volveré a mi poltrona?, ronroneó el. -Que sí. En el próximo capítulo del folletín, conocerás lector el resto de la historia.