Harto de bacalao

CUANDO era niño mi madre me mandaba a comprarle una bula al párroco para comer carne en Cuaresma, excluídos los viernes. Aunque la bula papal sólo costara una peseta, a mí me parecía un dispendio, como a Lutero, visto que la economía familiar sólo daba para matar un pollo, y no todos los domingos. Así fue como nació mi vocación de protestante. En compensación le dábamos al pobrín bacalao, aunque ahora el pollo esté a un euro y la media bacalada a doce. Lo que va de ayer a hoy. Ya en la mili me enteré en Canarias un Sábado Santo de 1977 de que Suárez había legalizado al PCE y de que Carrillo no tenía ni cuernos ni rabo, como el diablo, sino sólo un peluquín. De eso hizo treinta años el otro fin de semana. Y, a partir de entonces, cambió mi visión semanasantera: todas las primaveras los camaradas peceros procesionan con la hoz y el martillo a cuestas en la Casa de Campo de Madrid con una fiesta a base de tortilla que les trae por el camino de la amargura, porque ya casi no les quedan cofrades. Algo parecido pasó con los nacionalistas vascos y su Aberri Eguna, a los que el rabo sólo se les veía en la txapela, por lo demás fácil de capar, así que dijimos «agur, muy buenas». Eso era los lunes de Pascua, pero nos equivocamos todos haciéndole oídos sordos al reverendo jesuita Arzallus, que no vea usted cómo tronaba ya desde aquellos púlpitos predemocráticos. También empezaba a hacerlo Batasuna en los seminarios del obispo Setién, pero no se les dio importancia porque, aunque aún retumbaba el bombazo de Carrero Blanco, parecían pocos y que no tenían ni media hostia. Con el llamado «proceso de paz» son ellos los que tienen bula ahora y cortan el bacalao. Cuando se cocinan según qué platos quemarse en la sartén es fácil. Y hay mucho tomate y cacerolero en La Moncloa, que anda ya medio escaldado en las encuestas. El bacalao, preferiblemente, de un año para otro, porque aguanta mal una legislatura. ETA, que lleva tres décadas largas, es incomestible. Por mucho que pongan a Otegui a remojo.