LA VELETA
Anesvad e Intervida: la punta del iceberg
AUNQUE las noticias de fraude y pelotazo nos sorprenden ahora, hace ya mucho tiempo que los expertos vienen advirtiendo de la imposibilidad de que unas organizaciones de naturaleza contradictoria puedan gestionar sus recursos sin entrar el nebuloso terreno de la profesionalización y el negocio. Las llamadas ONG (Organizaciones No Gubernamentales) administran unos recursos que, ya sea en una parte muy sustanciosa o en su práctica totalidad, proceden directamente de los gobiernos. Y por eso no se entienda que tales recursos sean externalizados sin que se les aplique el estricto sistema de control que rige para las propias administraciones. Consciente de esta paradoja, un ilustre politólogo inglés propuso un cambio de nombre que describiese con mayor exactitud la realidad de las ONG, que pasarían a ser conocidas como OGN-G (organizaciones gubernamentales no-gubernamentales), por ser plenamente gubernamentales en su financiación, y cívicas, casi privadas, en el señalamiento de sus objetivos y en su gestión. De esta contradicción sólo se libran ciertas asociaciones -que no son propiamente ONG- vinculadas a fundaciones o instituciones no estatales (como Caritas), las que mantienen un carácter oficialista nacional o internacional (como Cruz Roja y Unicef), y las que se autofinancian total o parcialmente con las cuotas y donativos de sus socios (Amnistía Internacional, Greenpeace, etcétera). Y por eso resulta difícil prestar la conformidad a un modelo de cooperación internacional que consume entre un 60 y un 70 % de sus recursos en tareas de gestión y profesionalización de los cooperantes, y que, en los casos en que extienden su acción a nivel internacional, difícilmente consiguen colocar en un destino eficiente más del 20 % de los recursos que reciben o generan. Para reformar este proceloso mundo se barajan varias fórmulas, pero ninguna de ellas debería considerarse útil si no establece la obligación de que toda ONG, o cualquier asociación cívica de defensa de los intereses sociales y colectivos, se autofinancie, al menos, en un 51 % de sus presupuestos, y consiga un grado de transferencia neta de recursos de al menos el 60 % de sus recursos. Porque todo lo que sea bajar de ese nivel mínimo de exigencia desvirtúa la naturaleza del modelo, genera burocracias que priman sus intereses sobre sus objetivos sociales, y deviene inevitablemente en pura ineficiencia o abierta corrupción. Excepciones puede haber bastantes -aunque no muchas-, y por eso hay que pedir comprensión crítica a los que están cumpliendo sus objetivos con eficacia y dignidad. Pero a ninguna buena ONG le preocupará, sino al contrario, que empecemos a separar el trigo de la paja.