LA ASPILLERA
La senda de la serenidad
SI HUBIERA que quedarse con algo positivo del desgraciado suceso de Cistierna, no cabe duda de que lo mejor ha sido la ejemplar actitud de la familia de José Segundo Sen, especialmente admirable en cuanto que nace de unos momentos de extraordinaria turbación en los que se entremezclan sentimientos muy contradictorios. Esa llamada a la serenidad, desde el profundo dolor de una familia rota, debería ser el mejor aval para que el pueblo vaya recobrando la calma pe rdida de manera tan brusca e injusta. Es comprensible la preocupación que se detecta en la localidad después de los acontecimientos que han seguido al asesinato de José Sen pero la lógica indignación que se ha esparcido por Cistierna debería irse remansando en el rompeolas de la razón. «Dejemos que la ley y la justicia hagan su trabajo y colaboremos en ello» decía también el comunicado de la familia con un sentido de la responsabilidad y del civismo que les honra y no debería pasarse por alto. Perder la senda de la calma y de la sensatez es arriesgarse a ponerse a la altura de los agresores. Es cierto, desde luego, que todo esto es muy fácil decirlo y mucho más difícil llevarlo a la práctica pero la llama de la represalia no conduce a nada que no sea a alentar más el fuego y todos estarán de acuerdo que Cistierna merece todos los esfuerzos para seguir siendo lo que siempre fue: un pueblo abierto, tranquilo y tolerante. El papel de las fuerzas del orden para colaborar en este objetivo es, tal como están las cosas, determinante. Los responsables del orden público han respondido con prontitud a esa inquietud que se palpa en el ambiente y es de esperar que el refuerzo de la vigilancia evite eso tan peligroso -por una y otra parte- de tomarse la justicia por su mano. Lo ocurrido en Cistierna pone también de manifiesto el largo camino que queda por recorrer para ir acabando con tanta incomprensión y desencuentro entre payos y gitanos; dos vocablos que, pronunciados por los unos, o por los otros, siguen teniendo, querámoslo, o no, unas connotaciones peyorativas. Debería quedar claro que ha sido una gente, con muy pocos escrúpulos, -esa «mala gente que camina y va apestando la tierra» como dijo Machado- los que han desencadenado esta tragedia y no «unos gitanos»... aunque lo sean. No somos inocentes, desde luego, los medios de comunicación al analizar la persistencia de esa «leyenda negra» construida con no pocos tópicos y prejuicios y que tiene unas raíces muy profundas; basta citar a Cervantes en La Gitanilla para constatar que este alejamiento no es de ahora: «Parece que los gitanos solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones...». Implacable sentencia la del autor del Quijote que, como sigue ocurriendo cinco siglos después, mete en el mismo saco a la mucha gente de bien y a los pocos rufianes. Ojalá, dentro de la tragedia sin vuelta atrás, lo ocurrido no contribuya a acentuar esos resentimientos. En manos está de quienes actualmente tienen ascendencia y autoridad en la comunidad gitana el esforzarse por poner calma y extirpar de su seno a esta gente que tanto daño hace y les hace.