Diario de León

TRIBUNA

Elucubración atmosférico-pedagógica

Publicado por
VENANCIO IGLESIAS MARTÍN
León

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EN MI PRIMER viaje a Escocia, me dejó realmente patidifuso el fuerte olor a judías estofadas (legumbres, señora, que lo otro sería preparado antropofágico). Después me aclararon que se trataba, no de aerofagias o flatulencias generalizadas, sino de la cocción de cebada para preparar el rico güisqui de Edimburgo. Pero en Edimburgo, como en cualquier ciudad europea, las bocas del alcantarillado despiden habitualmente emanaciones pestilentes que los ayuntamientos no son capaces de eliminar. En cuanto al olor humano... Los marroquíes distinguen nuestro olor cristiano y nosotros denunciamos su olor a moro y no es infrecuente que arruguemos morro y nariz cuando dan la espalda. Si se consulta a algún viajero que haya visitado Fez se comprobará que recuerda con precisión el olor pestilente de las Tenerías, el barrio donde se curten las pieles. Y en Marrakech, el olor del estiércol de caballo y las cocinas al aire libre de la plaza de la Jemáa se confunde con mil otros olores que no son precisamente de rosas. De los negros se denuncia el fuerte olor de la catinga y de los chinos... Los japoneses hicieron serios estudios sobre el pestilente hedor de los europeos, mientras que los nazis alemanes decidieron acabar con los malolientes judíos y emprendieron una espantosa campaña de exterminio que llenó el aire de nubes negras de espanto y la conciencia europea de una peste que no ha sido capaz de eliminar. Me parece que fue Sabino Arana quien aseguró que los españoles eran sucios y malolientes, todo lo contrario de los vascos. No creo que lo dijera de esta forma porque hablo de memoria, pero lo cierto es que lo dijo. No es difícil ni infrecuente el cambiar de acera por causas de peste mayor. Y cuando se entra en un bar donde se permite fumar, el hedor del tabaco viejo, la cocina y las tapas, el aliento de la gente y la sobaquina crean una atmósfera pestilente que, sin embargo, todo el mundo soporta sin especiales muestras de disgusto, excepto mi amigo Adriano que me dice: -Ponte para allá Venancio, que esta gocha se ha puesto a fumar encima de mí. ¡Discúlpenlo! Es un fumador arrepentido. El olor a churrasco de las torres gemelas se borrará mal del olfato de los neoyorquinos y con él, el espanto de su hundimiento. Y al hedor se suma el olor del miedo y la inseguridad. En general consideramos que el mejor olor es el de nuestra casa (la mía incluye el acre olor del pis de gato) pero no habrá casa que no use ambientador, porque tenemos la convicción de que el perfume racial que despedimos es como la música pitagórica: no se percibe más que por olfatos no familiarizados. Durante treinta y siete años he soportado como todo estoico profe el olor bravo de los guajes, sobre todo cuando volvían de desbravar en el recreo o de la clase de gimnasia. Les aseguro que toda la labor educativa se reduce un poco a eso: creación de hábitos de pulcritud y desodorización en todos los terrenos: el físico, el mental, moral, estético o religioso o cívico. Cuando de niños alguien soltaba una ventosidad (¡fo, qué peste!), risa chanza y jolgorio. Y si alguien se atrevía a denunciar al sospechoso, este aseguraba: -El que primero lo huele, debajo de las faldas lo tiene; y proseguía el juego con una ronda en que rítmicamente se tocaba el pecho de los presentes con orden regular: «quién se ha cagado que huele a pescado, maldito sea el culo que se ha reventado, fu, fu, que fuiste tú». Y el que era señalado se unía a la burla sin más problemas. Era la forma inocente de exorcizar los malos olores por el escape de la alegría y el buen humor. Tengo la curiosidad por olor el Parlamento en un día de sesiones. Pero estoy convencido de que allí, el aliento de las izquierdas y las derechas, hecho discurso, deja el aire como el de una osera. Ya entienden por donde voy. El olor es al olfato, lo que el rumor al oído, según un pensador alemán. Y el rumor del parlamenteo y la olisca de los parlamentarios es el deporte que se confunde con la noble imposición de lo más probable y mejor para todos a través de la palabra. No extrañan frases como: El proceso de paz huele mal; hiede la conducta del fiscal del gobierno; apesta la alarma vocinglera de Zaplana en cositas de corrupción sin importancia... el aire huele a corrupto en Palma, en Canarias o en Valencia. Me huele a sobornos, hay policías que dan un tufo... etc. Husmear en la vida de otro es, en este país, una forma de olisca indecente. En el siglo XVI había cristianos que observaban las chimeneas de los judíos durante el sagrado día del sábado, y al pasar ante su puerta se olisqueaba la comida... ¿comerán cerdo? Incluso había judíos retorcidos que se echaban manchas de grasa en la ropa para que se viera que, en su casa, se comía del animalito: es decir, no eran judíos sino cristianos conversos y bien conversos. No era gratuito el nombre de marranos que nos asignaban los árabes. Moharran significa impuro: guarro que come guarro. ¡La tele! ¡Dios mío! Tardes de pestilencia en programas que se llaman piadosamente programas basura. Ahí quería yo llevarte, amigo lector. De la globalización del hedor a la del chisme no hay un paso. El chismorreo es la diarrea del chisme, tanto más maloliente cuando más alta esté la persona-objeto sobre el candelabro, como decía un personajillo de la tertulia. El presentador suele, eso: presentar a la persona y señalar los montones de mierda (con perdón) que hay que arrojar sobre ella. El deporte es gratuito para el espectador con cara de palurdo atónito que se ríe como en la rueda de su infancia fu, fu que fuiste tú. Ya se comprende que son programas «profundamente educadores» para la gran masa. Pero la masa no puede percibir la asquerosidad del perfume y disfruta viendo como se desmontan sus ídolos y se les obliga a presentarse en la postura más indecorosa... Como dicen los chicos en metáfora olorosoescatológica: son programas que te cagas, programas que encarecen las letrinas. ¡Nuestro pueblo es así desde siempre! Hemos de convivir con ello. Ahora bien, los padres y los abuelos que practican esa coprofagía no pueden pedir a sus hijos y nietos un lenguaje «finolis», que acaso piensan que es el paradigma de la buena educación. Los padres y abuelos que gozan con esa pestilencia, no pueden reclamar a las instituciones educativas que pulan la brutalidad y la estupidez de sus hijos y nietos. Y las instituciones educativas nada pueden hacer sino, proponer desodorantes que disimulen la pestilencia del aula, donde las ideas han dejado de ser la fuente de cultivo de los guajes, para convertirse en la fiesta estúpida de la barbarie. El profesor tiene a veces aspecto de deshollinador y su ropa lleva el olor insufrible del aula, donde no puede llegar el aire limpio de la educación. Si yo fuera José Luis, buscaría una legislación que eliminara esos montones de estiércol de tertulias como el tomate, la gente, el corazón de otoño o el gran hermano, etcétera, y obligaría a las presentadoras a recortar el escote, centro de atención no menor que la peste que se acumula en torno a los personajillos, famosos por la cretinez e impudor de la prostitución que exhiben. Desde luego, tendría que soportar las bravatas de los periodistas que inmediatamente me tacharían de ideólogo, sectario, liberticida, fascista y qué se yo cuantos improperios más, además de la pérdida de votos y el desgaste político. En cuanto al diálogo de civilizaciones, ya veremos el tipo de desodorante que habrá que utilizar porque, como muro infranqueable, se alza el mal olor de cada una. Uy, voy a cerrar la ventana que están limpiando la vaquería de enfrente y hay una peste... Es la ventaja del campo, donde la mierda es mierda, (con perdón) pero uno sabe exactamente lo que respira.

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