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TRIBUNA

Eros y Tanatos en la poesía de Antonio Gamoneda

Publicado por
Mª DOLORES ROJO LÓPEZ
León

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CUALQUIER comentario, opinión o interpretación sobre la personalidad o la impronta de las vivencias en Antonio Gamoneda, no es fácil. Y no lo es, no porque se trate de un personaje complicado, sino porque en él nos topamos con una intensa profundidad de sentimientos por su introspección en los acontecimientos que presenta desde su infancia y, sobre todo, por la memoria amarga de sus ácidos recuerdos, sin la cual su vida hubiese sido mucho más difícil. Por otra parte, hablar de otra persona y de lo más íntimo de su ser es siempre complejo. Lo que nos ofrece en su obra, seguramente, no es sino una leve reseña de su dolor profundo. Nunca suficiente, nunca completo y acabado. Conociendo, pues, ésta dificultad y respetando la relatividad que impone, podemos deslizarnos entre dos referentes decisivos en sus poemas: El Eros y el Tanatos; la vida y la muerte. Gamoneda comienza a despertar en su conciencia en una infancia marcada por las escenas de dolor y muerte, que como privilegiado espectador del horror y la sinrazón humana, propia de las guerras civiles, divisa desde una acristalada galería de hortensias en su casa de León. Testigo doliente de una historia, no propia aún en aquel tierno momento, crece demasiado deprisa entre dolorosas emociones e impotencias que retuercen su alma. Y elige el silencio creador para erigirse en portador de una bandera única que lo honra: la de la generosidad de corazón de quien sufre ante el dolor ajeno. Y es ahí, en esa resquebrajada conciencia de infante, donde los sentimientos se hacen puros, intensos y permanentes. La vida comienza a manifestarse como una sucesión de insidiosas preguntas: cuestionar, desde dentro, la razón de los aconteceres históricos que han truncado tantas vidas comienza, entonces, a ser la razón de su existencia. Y empieza a mostrarse rebelde contra la muerte; con el límite que ésta marca para siempre, con el olvido que instala en la presencia de los que quedan y con la necesaria y extrema vigilancia de la memoria que debe estar siempre alerta. En su poesía se tensa el lazo entre la vida y la muerte encontrándose cada vez más próximas. En el poema «Blues del Cementerio» nos regala unos hermosísimos versos en los cuales vida y muerte se funden en un solo camino: «El cementerio ya no tiene puertas y salen al camino las ortigas. Parece que saliera el cementerio a los huertos y a las calles vacías¿». Sus muertos: los que no vio morir, aquéllos otros derivados de la guerra, civiles históricos o suicidas propios, componen el gran sentido trágico del Tánatos¿ «No tengo miedo ni esperanza» ( Libro del Frío )¿ la presencia de la muerte se extiende en él y lo invade todo. Y no es el miedo el que inmoviliza el alma, sino la falta de esperanza la que obliga a la memoria a permanecer atenta y vigilante para no vivir una vida perdida. Sin embargo, encontramos un canto a la vida en múltiples y sonoras imágenes visuales de plástica pulsión con la que alcanza una plasticidad instantánea. Sensaciones que logra sin pretenderlo expresamente y que se superponen a los sedimentos cárdenos del fatídico tránsito. De este modo, la presencia de términos relativos al cuerpo crean sensaciones cercanas y conocidas que pronto hacemos nuestras. En el Libro del frío ( 1992) los párpados (refugio de la confusión, cobertores de imágenes, amparo de errores, recolectores de luz...) sobre todo las manos (relacionadas con la madre, el amor y la oscuridad de la noche, fuentes de vida¿ «cuando mi cabeza cuelga sobre la tierra y ya no puedo más¿me arrodillo a respirar sobre tus manos»¿ o en «Caigo sobre unas manos», encontramos: «Era tus manos y la noche juntas. Por eso aquella oscuridad me amaba¿» Pero la vida está, sobre todo, en la palabra que origina al pensamiento. El idioma genera sufrimiento porque es capaz de dar forma a su existencia fuera de uno mismo y transmitirlo. Y esta dinámica del lenguaje es lo que permite a Gamoneda hacer de la lengua un puente de universal tránsito. No es extraño encontrar distintos vocablos pertenecientes a idiomas diferentes en su poesía (él mismo cuenta cómo en una ocasión no lograba encajar la palabra «cuenco» o «taza» en un poema y sin embargo, logró la expresión adecuada con el término gallego «cunco»). Su forma de crear le sorprende a veces, incluso a sí mismo. No en vano, la propia inspiración se le antoja entre el movimiento y la soledad. Los trenes y su rítmico vaivén, dejando con él atrás cada instante de espacio y tiempo, son su marco preferido para la creación. El tren, como la vida, siempre nos lleva hacia delante con un destino certero en su recorrido, la parada, el fin. Y nuestro po eta, mientras crea en la soledad compartida de los vagones, se siente pleno ante el papel en blanco. Capaz de poseer el poder de alumbrar la palabra y borrarla de nuevo. En este sentido, reconoce que le reconforta tachar lo escrito y volver a iluminarlo otra vez como si se tratase del mismo proceso de donde emana la vida. Eros y tanatos fundidos en un mismo acto. Eros tiende a unir; Tanatos a deshacer y separar. Esta fantasía cósmica explica la naturaleza de lo humano. Odiar y aniquilar, amar y crear han sido actos reflejos de encadenada estructura en sus poemas. El fin supone siempre un nuevo comienzo, sin esperanza tal vez, pero sin miedo y con los únicos límites que la memoria impone porque mientras exista ésta, nada está perdido. La poesía es, en última instancia, consolación para una conciencia atormentada; una defensa contra sí mismo, una especie de reconciliación con la vida a la que además el destino puso rostro y nombre: Cecilia. Bellísimos versos son los que dedica a su nieta y los que confortan su inevitable final: «Yo estaré en tu pensamiento/ no seré más que una sombra imprecisa¿/ pero también quiero permanecer desconocido de ti./ Desconocido. Siempre envuelto en tu felicidad¿ Tú distraída en tu luz, y yo apenas/ viviente en ella, y así,/ imperceptiblemente amado,/ esperar la desaparición». Por ello, una nueva existencia en su linaje lo hace, por fin, heredero de una creencia, y consigue, con su inmensa presencia, justificar las pérdidas, las decepciones, los fracasos. La vida se torna ahora en un aprendizaje fructífero en el que vivir se convierte en aprender a perder; morir un poco cada día, o al menos de vez en cuando para esperar la gran muerte, la que lleva por delante parte de nuestras entrañas y nos deja mudos de vacío y desvalimiento. Los duelos son siempre únicos. Y lo son porque no los protagonizan quienes se van, sino los que quedan, los vivos. Y éstos somos todos; distintos siempre aunque lloremos a las mismas personas. Sólo el paso del tiempo le ha dado la oportunidad de establecer una nueva relación con lo vivido para recolocarlo en su espíritu y estar en paz consigo mismo.

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