LA TORRE VIGÍA
Princesa y ciudadana
EN TÉRMINOS formales puede decirse que el nacimiento de la segunda hija de los príncipes de Asturias es una noticia de máximo alcance. Pero en términos prácticos la Casa Real española tiene enormes problemas para rescatar el suceso de las fauces del periodismo rosa, y para que el común de los ciudadanos nos ocupemos de algo más que de la hora exacta del alumbramiento (17.28 horas) y del nombre con el que han de bautizarla. La razón de esta situación hay que buscarla en la peculiar fisonomía de la Monarquía española, que, al margen de la posición histórica que ocupa el rey Juan Carlos I, en el que se quiere simbolizar el éxito de la transición democrática, a penas consigue salir del desdibujado espacio delimitado por una Constitución acusadamente parlamentarista, y por la presidencia protocolaria de todo cuanto sarao cultural, social o deportivo se celebra en este país de ambiente republicano. La posibilidad de plantear las cosas de otra manera encuentra su principal escollo en la crisis mundial de las monarquías, que, asentadas preferentemente en sociedades democráticas muy igualitarias, cada vez más alejadas de los iconos y prácticas en los que se visualiza la realeza, funcionan como agujeros rosas abiertos en el sistema. Sobre el hecho de plantearnos qué sentido tiene la legitimación por herencia de la Jefatura del Estado, los españoles y europeos de hoy nos cuestionamos también el papel de la familia que condiciona la práctica sucesoria. Las familias de hoy -y los reyes no pueden ser una excepción- pueden divorciarse, adoptar chinos y negritos, cambiar de sexo, celebrar uniones homosexuales y ser pareja de hecho, en una línea que, simbolizando para muchos el bienestar y la igualdad social, se da de bruces con un modelo de sucesión que sólo puede perdurar si se encierra a la Familia Real en una campana de cristal que la aleje de aquello que muchos españoles proclaman como virtud y libertad. La nueva princesita llega a un mundo en el que tiene difícil interpretación. La miramos con ternura, y nos parece bonita, pero no entendemos que tenga sangre azul. Le deseamos que tenga un buen colegio público, y una seguridad social que asegure su jubilación, pero nos molestan sus privilegios. Y entendemos que sus padres y abuelos estén muy felices, pero a penas se nos alcanza qué significa el hecho de ser tercera en la línea de sucesión. Porque todo esto suena a demodé, y ya no puede ser parte esencial de la vida de los españoles. Salvo de los programas rosas, donde todo este tinglado empieza a recluirse y desacreditarse. Por eso no soy capaz a augurarle un futuro brillante a la princesita, aunque sí se lo auguro, de todo corazón, a la nueva ciudadana.