Diario de León
Publicado por
CARMEN BUSMAYOR
León

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El 23 de abril cada año da para más. Es una fecha que, enemiga del silencio espeso, se empeña en descollar , en arraigarse con fuerza en nuestras agendas y calendarios ahora que casi todo resulta fugaz. Mi trato «personal» con ella, como el de otros muchos ciudadanos, españoles o no, arranca de bien pequeña, de la escuela. Allí se nos recordaba -doy fe de que hoy se hace otro tanto- que un día así del año 1616 había tenido lugar el adiós definitivo del escritor alcalaíno, sufridor de hambres, envidias, cárcel y tantas desventuras. O sea, de Miguel de Cervantes Saavedra. También se afirmaba lo mismo del deceso de Shakespeare, cometiéndose en este caso un grave error, pues la muerte del dramaturgo inglés si bien tiene lugar ese año, día y mes, sigue el calendario juliano, en tanto que el caso cervantino es acorde con el gregoriano. De ahí que ambos gigantes de las letras no han coincidido a la hora de morir, como se asevera , de modo falso, lamentable, incluso en numerosos libros de texto. Mas superada la etapa escolar, muchos años después, en concreto a partir de 1976, en honor del autor de El Quijote, se establece el Premio Cervantes, mientras que desde 1995 la Unesco , a modo de homenaje al «Manco de Lepanto» y otros escritores de semejante talla, además del propio libro y los derechos de autor, pone a tal fecha el marchamo de Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor. Y es a partir de entonces, si mis cálculos no me fallan, cuando se comienza a sacar los libros a la calle con un 10% de descuento, que no por ese pizco de baratura se venden muchos más. Asimismo en solemne acto y desde hace años en tan primaveral fecha se hace entrega del nobel de las letras españolas, el Premio Cervantes. Aunque sobre esto último volveremos. Prometo. El 23 de abril también resulta un día muy comunitario. Pues además de Aragón, y no tardando Cataluña, donde voces numerosas demandan el cambio de la Diada para tal fecha, esta comunidad en la que nos hallamos inmersos, apenas conocida por la fortuna, Castilla y León, festeja su Día de la Comunidad , aunque a muchos leoneses eso de Villalar nos suene distante, alejado, frío o ajeno. Que nada, que la invitación a sentirse «comuneros» lanzada por el presidente Juan Vicente Herrera, en el caso leonés, resulta poco o nada exitosa. No, no prospera. Ni prosperará. Seguro. Y como el 23 de abril se empeña en no pasar desapercibido, ahora se nos cruza Boris Yeltsin de muerte y dos días después en el cementerio de Novodievichi se pone en conversación de tumba a tumba con Gogol, Chejov y Dimitri Shoshtakovich, hasta puede que también con Raisa Gorvachov, quien seguramente le habrá perdonado el tremendo golpe que le asestó a su generoso y confiado esposo, Mijail Gorvachov. Pero, lo más importante, y con esto retorno sobre lo prometido, es que este 23 de abril tuvo un sabor agradable, especial, entrañable, sobre todo familiar, porque Gamoneda es de nuestra familia, ya que al gran Antonio estamos enlazados con fineza por el hondón del alma. Sin duda, sí, a tan temprano obrero, ya que a los catorce años entraba en nómina laboral , aunque más temprano aún, por desgracia, en la orfandad paterna, si bien siempre pudo contar con el regazo de una madre en exceso inclinada sobre «una máquina Singer»; longeva madre largamente lacerada por la enfermedad hasta el crudo momento final., pero sin que nunca le faltase el cuido amoroso del hijo, junto con el de Angelines Lanza, la nuera serena, entregada, afectiva y efectiva. Y digo lo anterior porque en este reciente 23 de abril el habitante ilustre de la catedralicia Dámaso Merino, otrora adscrito al humilde barrio del Crucero, ha sido aireado en todos los medios de brillante modo. Pues no es para menos. La entrega del Premio Cervantes, evento que rebasa la estatura de todos los literarios españoles así lo requería. Basta con pensar que los reyes, el presidente del Gobierno, a quien, por suerte, nos une paisaje y paisanaje, José Luis Rodríguez Zapatero, además de la Ministra de Cultura, la simpática andaluza, Carmen Calvo, del director general del Libro, Archivos y Bibliotecas, el cepedano a menudo serio y preocupado, Rogelio Blanco, y dos o tres notables más formaban la mesa de honor, que, por cierto, sería bueno que tan trascendental mesa estuviese un peldaño o dos más alta, de forma que todos los asistentes pudiesen gozar de digna visibilidad. Y bien, lo que tal vez no se sepa, por poco extendido, es que en tan singular ceremonial los invitados debían estar un cuarto de hora antes que las autoridades citadas en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares y que dichas autoridades eran las primeras en abandonar tan rancio sitio, seguidas del resto de concurrentes. Normas, protocolo, protocolo bastante elástico. Así mientras los reporteros capitalinos, avezados en tal menester, iban trajeados, unos pocos, muy pocos, ni siquiera media docena, por desconocimiento iban en vaqueros, polo y cazadora. No obstante, hubo misericordia en abundancia y pudieron cubrir tan solemne acto, dotado de tan eficaces como numerosas medidas de seguridad. Flexibilidad presente asimismo en la vestimenta femenina. Pues si bien en la invitación se señalaba que las mujeres debían comparecer con vestido corto, algunas, nunca demasiadas, lo hacían en pantalón, que más obedientes, por el contrario, resultaban los hombres, con chaqué, traje académico o simplemente oscuro. Mas atuendos aparte, una desea comentar que ese día, gamonediano al completo, en el corazón de Antonio, además de la familia allí presente en lugar privilegiado, ocuparon relevante espacio invisible sus padres. Por boca del poeta, subido a una especie de púlpito, nos llegó el anuncio de su presencia y nadie podría dudar de tan profunda verdad. Sus ojos, su voz pausada, acostumbrada ya a similares ocasiones, su tono firme y con varios toques emocionales así lo constataban. Sí, tan cervantino discurso, como requiere la ocasión, fue ante todo un discurso de los que hablan hacia dentro. Por eso hubo aplausos cálidos y duraderos en abundancia, más que en años anteriores, al significar de los asiduos. Por eso las miradas se tornaron bañadas de un brillo inefable. El brillo emanado desde la «cultura de la pobreza» y algo más, mucho más, situado entre el enigma y la sospecha, entre el tiempo y aquello que nos vela el pensamiento. Porque nunca olvidaremos que existen «Signos exactos e incomprensibles. Están en mí con el valor de una llaga». Nunca que «Cuando yo tenía catorce años, / me hacían trabajar hasta muy tarde. / (...) A las cinco del día, en el invierno, mi madre / iba hasta el borde mi cama / y me llamaba por mi nombre / y acariciaba mi rostro hasta despertarme». Vendrán otros años y con ellos otros escritores cervantinamente premiados, pero nuestro gran Antonio Gamoneda Lobón ya nos ha hecho tan imperecedero regalo. Ahora sí que la ventura pone sus manos sobre nuestro corazón. Y canta.

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