TRIBUNA
Epístola a Pedro G. Trapiello, de mi mano, la Dama de Arintero
Salud y paz. Os escribo desde un lugar que no tiene nombre. Hasta aquí me han llegado noticias de que vuestra persona, de muy alto rango ahora, pero antes pechero llano y plebeyo como yo, que escribe y platica en un noticiero de mi querida tierra de León, ha puesto en letra impresa aseveraciones y cuitas que me cuesta comprender: unas son infundadas, otras necias y muchas injustas. Quien me lo ha contado es persona de fiar, de manera que doy por hecho que nada hay de embuste o interpretación ignominiosa. Y me siento dolida porque sois como yo nacido y criado en aldeucha leonesa, de manera que es difícil adivinar por qué habéis dejado al albedrío vuestra pluma, menospreciándome sin pudor alguno, tal como si la única verdad así fuera sin yerro ni vacilación. Me han dicho que lo habéis escrito en edicto de sábado y domingo de marzo, en el año lejano para mí de 2007, con la credencial «Cornada de lobo». Y yo os digo: los lobos sólo dan dentelladas cuando los aprieta el hambre, nunca cornadas, que eso es asunto de toros, vacas y otras bestias del monte. Pero si el lobo de vuestra péndola sabe regalar puntadas, a mí me las habéis ofrendado en el medio del corazón. Y perdonaros no sería suficiente, porque me habéis hecho mucho daño sin necesidad, sólo por malsana intención y ningún motivo que yo acierte a explicarme. Sabedlo don Pedro G. Trapiello: ponéis en duda mi existencia, que es lo mismo que negarme haber sido parida por mi madre. Sin embargo, no os detenéis ninguneándome el natalicio. Decís, Dios Santo, que de haber nacido yo sería una vergüenza para León y su paisanaje. ¿A cuento de qué tal afirmación? ¿Debo sonrojarme por haber servido con armas al señor de Aviados, el muy noble don Ramiro Núñez de Guzmán y Osorio? ¿Tengo que arrepentirme por haber defendido por obligación de vasallaje a la reina doña Isabel la Católica, en contra de los derechos, parece que legítimos, de Juana la Beltraneja? Sé que sois letrado y pluma aviesa también, de manera que estaréis conmigo en que las contiendas civiles son el peor castigo para una nación, puesto que la memoria y la venganza no se aplacan nunca, por mil años que pasen y sea excesiva la sangre derramada. Y bien acierto a comprenderlo. Participé en la batalla de Peleagonzalo, y allí me descubrieron como mujer que servía disfrazada por imposición de mancebo. Escuchadme don Pedro G. Trapiello: a la guerra fui en honor y representación de Arintero, y para enaltecer el hogar de mi padre que no tenía varón para la contienda. Acudí con miedo, pero con orgullo de pechera nacida y criada en la recia montaña de León. Y allí, en Peleagonzalo, me descubrieron como mujer que era y de la que no reniego ahora, ni lo hice entonces. Y sois en extremo desconsiderado cuando aseguráis que soy plana de pechos, o marimacho a la fuerza, y que gasto mostacho a buen seguro. ¿Cómo lo podéis testificar con tanto empeño? Sois necio al escribirlo, como majadera de cepo sería yo si dijera que no alcanzáis a tener barba recia sino pluma de faisán, que de criadillas andáis corto y que abundáis de hombría menguada. La lengua, mi señor don Pedro G. Trapiello, pierde a muchos, y no seré yo quien abra la boca para platicar memeces, poner apodos, retirar medallas y asentir en ajusticiamientos. Me ofende mucho, tanto que os retaría a batirnos con las espadas melladas y sin adarga, cuando atestiguáis que soy «tía machorra». ¿Por qué vuestro empeño en escupirme en la cara? No fui machorra porque vos los aseguréis, ni mujer desdeñada por ningún varón, el Altísimo lo sabe. Sólo alcancé a ser una moza medrosa que fue a la guerra civil con más espanto que dedicación. Ser pechera llana me obligó a montar un caballo famélico y acudir a la refriega. Luego, en la Cándana del río Curueño pasó quizá lo que la leyenda dice, pero también pudo haber ocurrido lo que otros libros de caballerías aseguran que aconteció. ¿Qué importa si caí o fui salvada? ¿Sería por uno u otro motivo menos machorra y de pezones más dispuesta? ¿Seríais vos más indulgente conmigo? Don Pedro G. Trapiello: aguardo de vos, como persona recta y de mente despierta que sois, que reparéis como convenga el daño causado en mi persona. Y que no sea tarde. Habéis obrado con saña en vuestra credencial llamada «Cornada de lobo», afirmando que nunca tuve honores dados por el rey don Fernando el Católico, y que todo fue patraña mía para no regresar a Arintero con las manos vacías. Y yo os digo: con las manos sin nada salí y después traté de regresar con las ilusiones repletas en mi fardelillo. El destino quizá no me favoreció, o sí, el cielo únicamente lo sabe, y no será vuestra pluma despiadada quien lo cambie o reafirme. Don Pedro G. Trapiello: debéis reconocer que vuestra inquina sirve para muy poco, a no ser para destemplaros por más tiempo el alma. Cuando nos corroen las entrañas viejos ajustes de cuentas, la conciencia se nos desorienta y todo se nos torna agridulce y con peor catadura. Y yo no quiero odiar, puesto que sufrí con denuedo en una contienda que nadie ganó. Sabedlo para siempre: fui moza a la usanza del siglo XV, de talle fino, ojos verdes y pechos en nada desmesurados. Si tuve hijos ese resultó ser mi privilegio, que vos jamás adulteraréis poniéndome el apelativo de «tía machorra». Y si no me empreñé, no fue por motivo de vuestros considerandos y razones quebradas. Si algún día nos cruzamos, os ofreceré mis manos, únicamente para demostraros que son dedos de sencilla mujer. Es derecho que aguardo en vuestra justificación. Sin rencor, pero con orgullo. Que el cielo os bendiga, pese a vuestra baldía ojeriza hacia mi persona.