VALOR Y PRECIO
El escándalo Wolfowitz
UNA NUEVA tormenta sobre Washington. El presidente del Banco Mundial, Paul Wolfowitz, ha sido acusado, parece que con no poco fundamento, de trato de favor a su propia novia. Esta conducta ha llevado al Parlamento europeo, a un cierto número de gobiernos y a una gran parte de los funcionarios del Banco e exigir su dimisión, a la que él, con el apoyo de su antiguo jefe George Bush se resiste. Wolfowitz es un importante intelectual ultraconservador, líder del equipo que estableció la línea política de la Administración Bush, y arquitecto principal de lo que ha devenido en fiasco iraquí. Su nombramiento hace apenas un par de años rompió una interesante tendencia que, para sorpresa de muchos, se había ido imponiendo en la agencia multilateral a lo lago de los años noventa, bajo la influencia del entonces vicepresidente, el premio Nobel Joseph Stiglitz. Apartándose de su trayectoria pasada, y en claro contraste con los criterios del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial fue abriéndose por entonces a una novedosa agenda para el desarrollo, cada vez más centrada en deshacer los nudos de la educación y el capital social, promover la reducción de la pobreza y, sobre todo, impulsar la virtud institucional. El giro impuesto por Wolfowitz no ha consistido en dinamitar esos objetivos, sino en reinterpretarlos bajo el fuerte doctrinarismo que caracteriza a los neocon. En su programa se ha dado prioridad absoluta al combate contra la corrupción, impulsando el recorte de créditos a países con gobiernos calificados de «no transparentes» o «corruptos». Sin embargo, la mayoría de los observadores detectaron muy pronto que dicho programa -avalado en principio por buenas razones- se aplicaba con una fuerte orientación ideológica, y que, simplemente, no primaba la eficacia, sino el apoyo del Banco a países amigos de Estados Unidos. De acuerdo con ello, cuando ahora el Banco promueve reformas institucionales -sean éstas financieras, judiciales o de otro tipo- deja claro que no permitirá que se aparten del estricto modelo norteamericano; cualquier otro planteamiento hace que surja la palabra maldita: corrupción. Ante tales excesos, que podríamos considerar un nuevo efecto colateral de la era Bush, no es extraño que en muy poco tiempo haya surgido una gran desconfianza en muchos países acerca de la actuación de ese organismo, y que en algunos de ellos vuelva incluso a ser visto como un poderoso enemigo. Por eso mismo se explica que tanta gente se apresure a pedir hoy la dimisión de Paul Wolfowitz, atrapado en la horma de su zapato.