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León

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L OS políticos españoles son proclives al desparpajo, pero también a confundir labia con discurso. Un político con labia consigue vendernos una lavadora que no queríamos comprar , pero si tiene discurso además funcionará. Al escuchar a alguien con labia, y nada más que labia, debemos palparnos la cartera y correr a buscar un polígrafo. Sólo teniendo discurso, que no debe ser confundido con el programa electoral, se puede construir un mensaje democrático digno. Tener discurso no es utilizar frases solemnes o tener presencia escénica, sino algo tan sencillo como trabajar con la verdad; porque la verdad existe, otra cuestión es que no se venda en las tiendas de todo a cien, ni se pueda capturar a perdigonazos, como a los gamusinos. El discurso se construye entre dos respetos: el que uno debe tenerse a sí mismo y el que se le debe a los demás. Quienes tienen discurso político no hablan ex cátedra, sino con rigor, compatible con los sentimientos más nobles, sea en un pueblín o en una gran capital; y si cometen errores piden perdón por ellos, siempre con humildad, pues con chulería no vale. Políticos con labia los hay a montones; con discurso ya son más difíciles de encontrar. Reconozco que venderle a un madridista una camiseta del Barça, pongamos por caso, implica cierta destreza dialéctica, pero la política ha de ser mucho más que reflejos verbales y lengua viperina. No estoy reivindicando la figura del orador carismático; lo he escrito ya en otras ocasiones: el carisma suele degenerar en cogorza del yo. Todos los grandes canallas han destacado y destacarán por su pico de oro. Pero la política no puede ser convertida en el arte de vender hielo a un esquimal, pues ha de estar comprometida con la verdad. La labia es navajeo; el discurso, esgrima.

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