TRIBUNA
¿Los políticos y los gobernantes, servidores del bien común?
SON MUCHAS ya las elecciones a las que el pueblo español ha sido llamado para participar en los últimos treinta años. ¿Qué ha aprendido de ellas? ¿Somos un pueblo más democrático, más tolerante, más responsable y solidario? No olvidemos que por el mero hecho de votar en las urnas -derecho sagrado de todo ciudadano-, no consiguen los pueblos el verdadero progreso y el verdadero bienestar social, que no debe confundirse con el mero crecimiento económico, como se hace a menudo. Si ese derecho no va acompañado de las correspondientes obligaciones, los pueblos pueden estancarse e incluso retroceder en algunos aspectos primordiales. Hoy muchos españoles, deslumbrados por el bienestar económico conseguido en la etapa reciente de la democracia, sólo piensan en sus derechos, en «tener» -no en «ser»- cada vez más; pocos piensan en sus obligaciones. Toda democracia, para ser tal, exige que los pueblos maduren, es decir, que asuman sus responsabilidades y sus obligaciones al mismo nivel que sus derechos. Ante las próximas elecciones, los ciudadanos se enfrentan ante los políticos como futuros gestores de los asuntos públicos. Algunos de éstos han decepcionado a los ciudadanos, unos porque han traicionado sus ideas -los tránsfugas- y sólo han mirado los intereses personales, otros porque han especulado en el escabroso y vergonzoso tema de la corrupción urbanística, etcétera, etcétera. Pero no olvidemos que los políticos y los gobernantes nacen y se hacen en el tejido social de los pueblos. Por tanto los ciudadanos somos, de alguna manera, responsables de ese fraude y de esa corrupción, porque les hemos votado y les sostenemos en sus puestos de responsabilidad. Preguntémonos, ante estos hechos, ¿qué induce a los ciudadanos a afiliarse a los partidos políticos, a permanecer en ellos y a figurar en las listas electorales? ¿Les lleva el deseo de trabajar por el bien común o la pasión por el poder y los privilegios que conlleva? ¿Existe la verdadera «vocación» de político? ¿Cuál sería ésta? Preguntémonos, primero, qué entendemos por político: ¿el servidor del bien común o el que trepa hacia el poder y sus privilegios? ¿Cuántos ciudadanos piensan y defienden, hoy, con los medios a su alcance, que el verdadero político y el verdadero gobernante ha de ser un servidor de los asuntos públicos y no un «trepador»? Ahí está la clave, en este examen de conciencia ciudadana, pues si son pocos los que así piensan y actúan, entonces los gobernantes depravados y corruptos tienen el camino allanado. El mundo de la política sólo se regenerará cuando la propia sociedad se haya regenerado: «de tal palo, tal astilla», «cada pueblo tiene los gobernantes que se merece», «hay políticos corruptos y deshonestos allí donde hay ciudadanos corruptos y deshonestos», son dichos llenos de sabiduría y de una gran enseñanza. Escuchemos, a este respecto, a Platón: «El poder sólo debería concederse a aquellos que no lo adoraran», y a Voltaire: «La pasión de dominar es la más terrible de todas las enfermedades». ¿No deberían figurar, pues, en las listas electorales de cada municipio, de cada localidad y cada ciudad, los «mejores» ciudadanos, entendiendo por tales aquellos cuya mente, y sobre todo, cuya conciencia está más desarrollada, es decir, los más preparados y los más honestos? Por el contrario ¿quiénes predominan en esas listas, los «mejores» o los más ambiciosos? ¿Qué pensamos los ciudadanos de ellos? ¿Con qué criterios vamos a votarles, por intereses personales y egoístas o por el mejor interés de la comunidad? Esa es nuestra responsabilidad y nuestro deber social. Si los políticos y los gobernantes fueran lo que deben ser en realidad: servidores del bien común, como defiende Platón en su República , en los programas de sus partidos deberían figurar, entre otros, estos objetivos de una forma destacada: detener el calentamiento y el deterioro del planeta mediante el compromiso de respetar y cumplir las medidas adoptadas por la comunidad internacional, cooperar al desarrollo de los pueblos más empobrecidos, desarrollar en todos los sectores sociales un espíritu de fraternidad y de solidaridad entre los diversos pueblos del planeta, y sobre todo, cumplir honestamente lo prometido, huyendo de la demagogia y de la irresponsabilidad. Estos objetivos deberían impregnar toda su política, y no sólo figurar en sus programas de una forma vaga e imprecisa. Pero, al parecer, no son -esos objetivos- sus principales preocupaciones, sino el interés por el crecimiento económico al infinito, es decir, poseer y consumir cada vez más (la trampa en la que ha caído la sociedad occidental), y sobre todo, según nos dice la experiencia, prometer muchas cosas y cumplir muy pocas. Lo que más necesita esta sociedad no es un crecimiento económico sin límites, sino un reparto más justo y responsable de lo que produce, y en especial entre los pueblos del sur, y a la vez generar nuevos valores e ideas sobre la importancia de construir unas relaciones cordiales entre todos los ciudadanos del mundo, basadas en el respeto, la colaboración, la solidaridad, y no en el enfrentamiento, una feroz competitividad y el dominio de unos sobre otros. Los políticos y los gobernantes depravados y corruptos deberían recibir el mayor de los castigos reservados para las infracciones más graves, en las sociedades democráticas, pues no hay infracción mayor que defraudar y usurpar los bienes pertenecientes a la comunidad por parte del que ha recibido la confianza de los ciudadanos para velar por ellos y utilizarlos en el mejor servicio para todos. Ese es el sentido de esta sabia sentencia pitagórica: «Legislador, castiga al ciudadano a la tercera falta, y al magistrado a la primera». Los países más avanzados del planeta dan buena prueba de ello. En toda sociedad avanzada los ciudadanos deben movilizarse y prepararse para participar en la vida pública, cada uno desde el puesto que ocupa, primeramente asumiendo totalmente sus obligaciones y su responsabilidad, y, después, uniéndose a sus compañeros de trabajo o de ocio para colaborar en el bien común, teniendo en cuenta lo que dijo -si mal no recuerdo- Ortega y Gasset: «El hombre que no se ocupa de política es un hombre inmoral, y el que no ve en todo más que política es una majadero», y no olvidando que todas las formas de política tienen su tentación y su peligro, y el de la democracia es caer en la demagogia, tan habitual en los políticos y los gobernantes actuales.