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Publicado por
ROBERTO BLANCO VALDÉS
León

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HE RECORDADO ya aquí en alguna otra ocasión la denuncia realizada hace más de un siglo por un periódico español, que acusaba a sus adversarios ideológicos de intentar comprar las elecciones dando a los votantes un vaso de vino y una peseta a cambio de sus preciadísimos sufragios. Aunque, por fortuna, los episodios de compra personalizada de los votos son ya historia, los partidos se gastan alegremente en las elecciones el equivalente a muchos vasos de vino y muchas pesetas, sin que casi nadie se pregunte si realmente tal gasto, que sale en su inmensa mayoría del bolsillo de los contribuyentes a través de la financiación pública de las organizaciones partidistas, resulta razonable para alcanzar el objetivo perseguido por aquéllas de incrementar sus resultados o constituye, por el contrario, un absurdo despilfarro. Para sacar la cuenta a ese respecto no puede, por supuesto, dividirse lo que gasta cada fuerza contendiente en la campaña entre el número total de votos que obtiene en los comicios, pues, según demuestran todos los estudios, el número de votantes que decide su opción en función de la campaña es habitualmente muy pequeño. Y aunque siempre podría argumentarse, porque es cierto, que las campañas influyen en la participación, no lo es menos que esa influencia tiende a reducirse a medida que las precampañas ganan en importancia y duración. Con lo cual, la conclusión bien podría ser que todos saldríamos ganando si se redujese nuevamente el período temporal de las campañas, como ya se hizo cuando, en su día, pasaron de durar tres semanas a los actuales quince días. Saldrían ganando, desde luego, los políticos, que se ahorrarían el esfuerzo que debe suponerles estar todo el día de la ceca a la meca, cantando loas del local y poniendo de chupa de dómine a los diversos visitantes, que es cosa siempre bastante indecorosa. Saldríamos ganando los simples ciudadanos, que, además de ahorrarnos una pasta que podría dedicarse a cosas de mayor utilidad, nos ahorraríamos también el espectáculo poco edificante de ver a hombres y mujeres hechos y derechos decir cosas absolutamente inverosímiles cuando no francamente bochornosas. Y saldría ganando, finalmente, el propio sistema democrático, que necesitaría de las campañas si fueran en realidad lo que se supone que son en teoría, pero al que no le hacen falta alguna los aquelarres de maledicencia e impudicia en que éstas se han convertido en casi todos los países. Las campañas las siguen ya sólo los plenamente convencidos. Por eso, con ocho o diez días de autombombo y bombardeo sería más que suficiente. ¿No les parece?