TRIBUNA
Tradición, modernidad y espíritu beligerante
TODAS AQUELLAS personas habituadas a revisar, a diario, la crónica impresa, con independencia de su nombre, constatan que ésta ha devenido, o lo está haciendo, a marchas forzadas, en un caso característico de información especializada en asuntos litigantes, violentos en todos los aspectos en que se puede manifestar la agresividad: física, psíquica y hasta espiritual. No hay que olvidar que para la persona el ataque despiadado a su espiritualidad es también una agresión, porque atenta contra su integridad, contra la totalidad de su ser. No hay que olvidar, tampoco, que la agresión o violencia, que siempre es cruel, despiadada e inhumana, afecta también más a la persona agredida cuanto más integra, cultivada y sensible es. ¿Sabrán esto los violentos y propagadores de la violencia? Si así fuere ¡cuánta maldad! Si no han tenido ocasión de aprenderlo, ¡qué pena! Esta realidad ha sido y es conocida por el hombre a lo largo de la historia, porque es verdad más que tradición, verdad que el hombre constata cada vez que le agraden y le duele el daño que le infringen. Entonces, ¿por qué el hombre sigue agrediendo? ¿Por qué el hombre no pierde el espíritu beligerante? El hombre sabe que se progresa en la paz, que se construye en la armónica convivencia pacífica, aceptando unos los fallos de los otros y cooperando a la rectificación; sin embargo, cada vez más, el enfrentamiento y la descalificación es lo que más se anuncia y se extiende, se cacarea, en términos coloquiales. Y así parece que en los tiempos modernos, de máxima especialización en todas las facetas y materias, el hombre ha vuelto a sus raíces más antiguas: ir con el hacha de guerra en la mano. Con un agravante: empuña el arma apelando al saber todo de todo, y a lo que «Dios manda» en «papeles», aunque no sepa que, para todos, Dios es mensajero de Amor y no de «a por¿». Ligada al hombre ha ido la historia de la judicatura, la historia de la medicina, la literatura, ¿, y los pastores y Pastores. En todas las actividades había y hay, a pesar de la algarabía que en determinados puntos o sectores existe, un carácter específico dado por «el saber y el estar preparados» que caracteriza a cada persona en su actividad y que redunda en el progreso en de la propia especialidad o función. Hoy, el afán protagonista de determinadas personas y el hecho de confundir «derecho» -porque de obligaciones, cooperación y respeto casi nadie habla- con imposición; y, cargo -aunque sea temporal y de pedanía- con derecho para mí y obligación para el otro, sea juez, médico u obispo, lleva a cacarear actuaciones que, más que a informar, conducen directamente a desinformar y a ganar posiciones. Así, en todos los pueblos y lugares, hoy, cualquiera toca las campanas, aunque nadie vaya a misa. Todos saben más que el cura, y hasta que el obispo, de Dios, de Teología, de Liturgia, y aplican el «venga a nosotros el¿», aunque se esté ofendiendo a más gente que a la propia jerarquía, porque los sencillos y creyentes fieles no necesitan más ruido. En las ciudades, al fin y al cabo, todos provenimos con más o menos antigüedad de los pueblos; los médicos, los jueces y los¿ no necesitan, en colectivo, más descalificaciones. Los casos puntuales de falta de profesionalidad, y los hay, no tienen que invadir negativamente la convivencia pacífica. Y, ¿casualidad?, los afectados, real y seriamente, nunca vociferan, imponen o cacarean, porque quieren soluciones rápidas que subsanen y alivien el daño añadido o el sufrimiento sobrevenido. No hay que olvidar que el más afectado siempre guarda silencio, porque el dolor, y hasta la angustia, no le permite hablar. Por el contrario, el gallo necesita espectadores para lucirse, y los fetichistas y sacerdotisas, necesitan adeptos. Y, ¡cuantos más mejor! Dos ejemplos claros en los que se cumple al menos parte de lo aquí escrito se están dando en nuestras villas de Laguna de Negrillos y de Grajal de Campos.