EN LA CUERDA FLOJA
Leed malditos
MIS PADRES no me reñían si leía por las noches. Nunca tuve que recurrir al truco de la linterna bajo las mantas. Mi hermano tampoco protestaba: se dormía, aunque yo tuviera la luz encendida, o leía conmigo. Acostarse con una pila de tebeos al lado de la cama constituía un placer nunca menguante. Solía cambiarlos en un librería que había en la esquina de la calle de la Luna. El trueque de cada tebeo costaba dos reales y un paulatino envejecimiento de la colección: siempre te llevabas para casa tebeos más viejos y arrugados que los que dejabas. Un día gané un premio y me dieron un libro. No recuerdo el autor, pero sí el título: «La canción de la honda». Me parecía muy gordo, pero lo leí con avidez y me sentí mayor y orgulloso de cruzar entero un libro sin dibujos. Releí aquella novela diez o doce veces. Luego empecé a robar las de mi padre y, con ellas, llegaron las ganas locas de escribir. En el Colegio Nacional nos encargaron una redacción. Esa misma noche inventé una historia sobre la Navidad en la aldea. Recuerdo que escribirla era como vivirla y disfruté muchísimo. Al día siguiente la entregué a don Ramón, que era el maestro de mi clase, y me olvidé de ella. Un día don Ramón dijo que quería leer en voz alta una de las redacciones. Está bien eso: a escribir se aprende por envidia, y ahora yo lo hago con mis alumnos. Pero empezó a leer mi historia. Tardé un rato en darme cuenta, porque estaba segurísimo de que la mía no podía ser la mejor, ya que tenía mala letra. Sentí un frío, que recuerdo aún hoy y que no he vuelto a probar, fruto de la mezcla intensísima de alegría y vergüenza. Aplauden, pensé al final, porque no saben que es todo inventado, y que ni siquiera el perro de los abuelos se llama «Anilla». Así empecé ayer una charla sobre la lectura y los niños.