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León

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EL DÍA ANTES de su jura como alcalde coincidí con Francisco Fernández en la calle. Somos vecinos de barrio y siempre nos hemos detenido a saludarnos: cuando no era alcalde, cuando lo fue, cuando dejó de serlo y finalmente cuando le quedaban horas para volver a gobernar el Ayuntamiento. Al despedirnos le digo: «No existe una ley que dicte que un político no pueda tener vida privada, ser feliz y contribuir a que los demás lo sean». Y me contestó: «Aguirre, eso es precisamente lo que busco». Creo que es un buen perfil personal sobre quien gobernará esta ciudad, y que coincide con sus primeras palabras oficiales en el cargo. Le supongo ya aprendidas esas dos o tres lecciones que la vida te impone a bofetadas, pero que a un buen político no le deben restar ilusiones para seguir confiando en que es posible mejorarlo todo, sea el mundo o la más pequeña calle de tu ciudad. Accede al gobierno municipal con el prestigio de ser buena persona, condición sin la que no es posible ser buen político, pues la mera eficacia sin valores humanos es algo muerto, cuando no peligroso. En fin, pertenezco a una escuela en la que corazón y razón no son fuerzas incompatibles. Su padre asistió orgulloso al solemne acto del sábado. Raspa en cualquier adulto y te saldrá su infancia, que parece extinguida pero nunca lo está. Y Amilivia demostró su gran categoría al aplaudir a Fernández, así como en sus posteriores declaraciones, ajenas a cualquier resentimiento. Por encima de éxitos electorales o de reveses, de rivalidades legítimas, del estrés inevitable, de reivindicaciones y discrepancias, ha de primar siempre la voluntad de construir, frente a esos pocos que optan sólo por la destrucción. Pues, en efecto, nadie puede ser buen político sin ser antes buena persona.