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Publicado por
ÓSCAR RAMOS
León

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POCAS HABRÁ. Pocas ciudades en el mundo habrá con un pasado ilustre entroncado con el ilustrísimo mundo romano como nuestra querida León. Del paso de dos legiones, la Legio VI Victrix y la Legio VII Gemina, en estas tierras quedan impresionantes restos, puestos hoy en valor y consideración pública como nunca quizá lo estuvieron. El pasado domingo 10 de junio celebramos (algunos más que otros) sin la solemnidad del año pasado, por desgracia, el aniversario de la vexillatio de las águilas de la Legio VII, es decir, la constitución de esta legión, y la fecha fundacional oficial de nuestra urbe. En estas circunstancias, las obras de reparación y adecentamiento de parte de la muralla tardorromana, la sección perteneciente a la calle Carreras, ha sido pues muy bienvenida. Algunos, sin embargo, hemos lamentado muchas veces un hecho que resulta, cuando menos, llamativo: búsquese en cualquier libro de texto, aún de arte o historia del nivel que sea, imagen alguna de murallas ro manas hispanas: aparecerán sin duda la magnífica muralla lucense, la de Astorga, la de Tarragona, la de Barcelona, algunas otras quizá. En vano se buscará la de León. No aparece nunca. Es decir, nunca. ¿Se trata acaso de una muralla de menor valor, una muralla despreciable, sin interés ninguno? En absoluto: en muchos casos incluso, mejor y más importante (en longitud, estado de conservación y valor histórico) que algunas de las que van citadas. El hecho resulta especialmente sangrante si consideramos que ni siquiera en los folletos turísticos de León se hace referencia ninguna a la muralla. Es más: búsquese en la página web del Ayuntamiento, en la de la Junta. En vano en una, parcamente en la otra. ¿Nadie habrá, pues, de los propios y ajenos, de esas personas que son pagadas para defender el patrimonio, que se ocupen de este tesoro cultural e histórico? En el año 1968, como bien sabemos, se erigió, en un rincón de la plaza de San Isidoro, una columna, llamada por los leoneses trajana, en cuya base se colocó una réplica de la lápida de Villalís, donde se da noticia de la fundación de la Legio VII. En aquel acto, que resultó, a lo que parece (yo era demasiado joven y demasiado inconsciente para valorarlo en su momento y en su grandeza) solemne y magnífico, junto a la columna se colocó igualmente, traída de Roma, una planta de laurel (laurel romano, laurel que coronaba las sienes de los triunfadores en su recorrido hacia el templo de la Tríada Capitolina, laurel apolíneo, masticado e inhalado por la Pitonisa de Delfos en sus transportes proféticos, triste remedio de los amores perdidos de Dafne, convertida en laurel (Dafne significa laurel en griego) para librarse de la pasión amorosa de Apolo (Garcilaso lo sabía, en su famoso soneto), laurel romano que aún verdea. Fuerte tendrá que ser el laurel, divinas propiedades (a más de las mentadas) habrán de adornarle, para no caer, mustio y asfixiado, presa del hedor que hoy despide el noble y señero lugar donde se encuentra. Convertida por cosa del cambio climático (que hace inane la tradicional migración) en residencia palaciega de tres o aún cuatro hermosas cigüeñas, nadie recuerda una degradación tal del lugar en años. El pasado 10 de junio de 2006 se celebró allí, con gran honor y festejo, la entrega de una corona de laurel (¿qué tendrá el laurel¿?) a la columna, en presencia de las máximas autoridades y con el recio acompañamiento de un contubernio militar romano (ocho soldados de la Legio VIIII Hispana) provenientes de Tarragona. ¡Quién lo diría hoy! Hoy podemos asistir a lo siguiente: en cumplimiento de las últimas orientaciones culturales de la Unesco, se ha dispuesto la colocación, al pie mismo de la columna, de un magnífico contenedor de basuras, de tal gracia y compostura, que llena de alegría y satisfacción artística el gusto más exigente. Ya éramos conocedores de esta última tendencia estética: en el British Museum, en el Prado de Madrid, junto al MOMA de Nueva York, ante la pirámide en fin del Museo del Louvre, lucen hace meses magníficos contenedores de basura diseñados por las manos y mentes más lúcidas del panorama artístico. Fue así como supimos que en El Código Da Vinc» , esa obra en la que Dan Brown hace gala de una rigurosísima documentación histórica, como es en él habitual, el cuerpo de María Magdalena no está en realidad enterrado bajo la pirámide de cristal del Louvre, sino en el magnífico basurero anexo. El Taj Mahal hindú, por ejemplo, ha perdido ya en estos últimos tiempos relevancia artística, pues carece de los obligados contenedores. ¿Pues, qué decir de los aromas y efluvios embriagadores que despide la zona de la columna, salpicada y trufada de desechos que nuestras ilustres zancudas tienen a bien depositar, con rigurosa frecuencia, en la base de tan insigne monumento? Diríase que la decisión de no repetir este año la celebración del anterior estuvo motivada por el recelo a ser salpicado, en el momento cumbre y principal de la liturgia celebrativa, por la imperiosa necesidad de evacuar de las picudas. En este punto debo decir que no soy leonesista. Quizá porque nunca me gustó la sufijación. No me hace falta para amar con todo el corazón esta bendita tierra de León, tan lastimada por la historia. Ello me permite, igualmente, comprender que la ley del egoísmo lleva al poderoso a no reparar en el débil si no es para aprovecharse de él. Pero en ocasión como ésta, mi mente se dirige hacia aquel querido y divertido escritor que fue Marcial, romano nacido en Bílbilis, la actual Calatayud. Si hoy recorriera las calles de nuestra ciudad y observara el singular trato que damos a los restos de aquello que constituyó su mundo, quizá no tendría más remedio que abrir sus tablillas de cera, tomar entre sus dedos el stylus y garabatear, mientras un suspiro se escapa de su boca, un epigrama parecido a éste, escrito, eso sí, sin acritud: Todo el día garlas, Lino, que de tu casa los males la culpa toda la tiene Valladolid. Limpia la casa, Lino: quizá se vea mejor así.