Cerrar
Publicado por
Mª DOLORES ROJO LÓPEZ
León

Creado:

Actualizado:

TODOS NACEMOS en un mundo que se nos da hecho pero a la vez somos constructores de otro propio que se va entretejiendo en ese diálogo particular que mantiene nuestra predisposición innata y el medio social que nos acoge. El universo interno de cada uno va paulatinamente poblándose de luces y sombras, de grandezas y miserias que llevan a equilibrio o a la locura. Estamos inmersos en un mundo de violencias aunque no todas, aún teniendo consecuencias similares, pueden valorarse con la misma acritud. Las guerras han existido siempre y son ellas, las que han escrito la historia. La lucha por la vida y la supervivencia conlleva una continua pugna en la que sólo ganan los mejores y más adaptados. Desde Darwin hasta nuestros días nos parece lícito competir con nuestros semejantes por nuestro propio espacio físico o moral. El verdadero problema llega cuando la violencia se instala en la mente cómo única vía de escape ante el desajuste de nuestra personalidad y las exigencias del mundo que nos ha tocado vivir. La agresividad nunca está justificada. Incluso cuando se trata de la defensa de lo más íntimo hemos de encontrar otros cauces que no nos devoren a nosotros mismos. ¡Qué duda cabe que ella es el agente más corrosivo en la convivencia diaria! No podemos explicarnos qué ocultos motivos llevan a un hijo a agredir a sus padres y hermanos y mucho menos a terminar con su vida. A nadie deja indiferente actos como éstos o al menos no lo hacen por un rato, ya que estamos demasiado acostumbrados a las muertes ajenas que con facilidad se cuelan en nuestra casa día tras día a través de noticiarios y programas escenario. Lo máximo que llegamos a pensar ante ello es en la imposibilidad de que semejantes horrores lleguen a nuestra vida, premiando con este pensamiento, la educación que hemos dado a nuestros hijos o la recibida de nuestros padres. Pero lo que vemos imposible no es así en ninguna forma. Todo puede pasar a cualquiera por lo que la única defensa posible es el equilibrio personal que construyamos en nuestro interior y proyectemos a los demás. Ninguno de nosotros podemos ponernos, seguramente, en el lugar del agresor. En este caso la empatía no sirve. Y quisiéramos pagar con la misma moneda el horror que deriva de tales acciones, lo cual nunca resuelve nada. Devolver mal por mal y en la misma o mayor medida sólo favorece el descontrol y la desgracia. ¿Qué hacer entonces con las personas que maltratan, agreden y deciden sobre la vida de los demás tanto en la intimidad como en la vida social? ¿Estamos obligados por la ética natural de los valores humanos a entenderles y concederles segundas oportunidades? No puede haberlas sin duda para quienes se erigen en verdugos de otros. Pero el camino no pasa por la intimidación, el crimen o la fanática venganza. El ser humano siempre busca culpables. Y nada mejor que descargar las propias responsabilidades sobre el genérico concepto de una «sociedad competitiva» en la que sólo parece importar la acción fagocitaria de unos sobre otros, que tantas veces hemos legitimado todos. Ganar al compañero, ser el más atractivo, adquirir una vivienda mejor situada o poseer un coche más potente parecen recompensas suficientes ante el valorado esfuerzo de trepar sobre los demás y a su costa. La agresividad y la competencia indiscriminada son conceptos que hoy nos parecen jugar un inocente y sano papel en el avance hacia el éxito. La cultura del triunfo a la que estamos sometidos tira de nosotros y nos esclaviza ante la conquista nunca concluida de «la calidad». En todo debemos aspirar a ser los mejores. Ensanchar nuestro ego más allá de la barrera de la normalidad es un objetivo legítimo de los programas educativos, siempre atentos a la discriminación positiva por la excelencia. ¿Pero qué sucede con quienes se quedan relegados a alcanzar pequeñas e insignificantes conquistas que no llegan a ser suficientes para colocar laureles sobre su cabeza? La clave está en principio en la adaptación ante lo que uno es y tiene en cada momento, sin evitar con ello las loables aspiraciones que todos pretendemos pero sin forzar tampoco, la tolerancia ante la frustración. En pocas ocasiones se nos habla, en nuestra vida educativa, del hogar, la escuela, la universidad¿ de la lucha por ser feliz sin permitir que sea a cualquier precio. Y sobre todo de lo que implica este compromiso por la conquista de la felicidad, que en último término es lo único importante, de aprender a encajar las negativas, los fracasos, las decepciones y desengaños como una carrera de obstáculos cuya superación tiene un inmenso premio: la construcción de una personalidad propia equilibrada e instalada en la aceptación de lo que no puede cambiarse y en el regocijo de aquello que hemos superado en cada etapa y nos ha hecho más capaces de entenderlo todo y asumirlo. Porque ya sabemos a estas alturas, que la vida no sólo se compone de honores, éxitos y halagos ni tampoco exclusivamente de lo contrario. Lo mejor que puede ejercitarse en una sociedad de artificio como la nuestra es la capacidad de sacrificio que pasa no sólo por el propio esfuerzo de lograr lo que nos proponemos o alcanzar lo que necesitamos, sino también por el acercamiento a los demás para entender y reconocer «sus razones» y «necesidades»; esas que sólo se instalan en la intimidad y que por ello se hacen ocultas a los ojos que sólo miran a la superficie. Sin embargo, más que alentar como padres, educadores, compañeros y amigos a la conquista de lo material como muestra de lo que valemos deberíamos evitar la facilidad con la que somos capaces de humillar a los demás si no lo consiguen. Posiblemente sea éste uno de los aspectos más miserables de la condición humana en nuestros días. Exigencia que todo lo devora sin remedio y a la que pocos escapan sin ser engullidos por ella. La violencia es el destino de los intolerantes o tal vez, incluso de los que han sido intolerados. Por ello debemos terminar con la triste eficacia de la palabra hiriente, el gesto grosero o el golpe certero, bien seamos protagonistas de ello o víctimas de lo mismo. Porque nada en este terreno es «Light». Ni el más insignificante de los insultos es permisible puesto que abrirá rápidamente la puerta al atropello y al abuso indiscriminado y ascendente, para siempre. Lugares todos ellos abonados para que la violencia sea una agresión definitiva, perpetua y sin límites para todos.