¡No vais a robar!

HACÍA MUCHO tiempo que no me daba un ataque de risa incontenible, de esos que tratas de frenar con todo el cuerpo, y cuando parece que lo has controlado, late todavía en algún punto del estómago a la espera de que la imaginación vuelva a representarse la escena y, entonces, estalla de nuevo sin que la vergüenza consiga acallar la carcajada. Estábamos almorzando y uno de los comensales contaba historias de su familia, divertidísimas, sorprendentes. Tenían todas un hilo común: las luchas de una madre para someter el ingenio y la capacidad de transgresión de dos gemelos -niño y niña- imparables en sus travesuras. Uno de los momentos que, por lo visto, más temía la sufrida madre era el de salir de compras. A la entrada de la tienda, quizá sujetándolos por sus manitas, les repetía muy seria, asustada de antemano: «¡No vais a robar! ¡No vais a robar!», distanciando mucho una palabra de la otra para enfatizar el tono autoritario. Según la leyenda, ni así: los gemelos conseguían robar sin que nadie se diera cuenta hasta que estaban de nuevo en casa y la mujer veía un nuevo objeto o una golosina que ella no les había comprado. Se iniciaba ahí el penoso camino de regreso al establecimiento para que los niños devolviesen lo robado y pidiesen perdón. No se desanimó aquella buena madre y consiguió sacarlos adelante. Quizá su receta, la de recordar los principios morales antes, pueda ser utilizada en otros ámbitos: la empresa, la política, el fútbol. Y habrá que repetirla hasta que surta efecto o no aprenderán nunca. Pero tampoco esto basta: convendrá hacerlos volver, que pasen la vergüenza proporcionada a sus acciones y, sobre todo, que devuelvan lo que no les pertenece. Si pueden. Porque cuando se roba fama y honor a personas o instituciones, resulta imposible resarcir.