DESDE LA CORTE
...Y no se habló de la droga
ME GUSTARÍA, me gustaría mucho, vivir en la España de Zapatero: una España feliz, donde los niños juegan y aprenden, los mayores invierten y ganan, las carreteras se construyen y los trenes de alta velocidad se ponen en marcha. Me gustaría estar en ese país que no sufre con las hipotecas, que disfruta con sus pensiones y que emplea a todos sus inmigrantes. Pero no estoy en ese país. La gente con la que hablo no está tan feliz, ni descubre a Alicia entre sus sábanas cada amanecer, ni ve el país tan estructurado. Es que la gente no lee los informes oficiales que le pasa el señor Solbes ni se desayuna con la visión optimista de unos ministros encantados de conocerse. Para compensar tal euforia, habló Mariano Rajoy. El líder de la oposición y del PP no es que haya estado demoledor. Es que hizo una demolición concienzuda, tenaz, brillante, bien construida, romántica a veces, con un uso feroz de las palabras. Su visión, frente a la Ciudad de Dios de Zapatero, era de la Ciudad del Diablo, sin nada que salvar: ni la educación, ni la gestión del gobierno, ni la política internacional, ni la identidad nacional, ni el prestigio exterior. No fue al Congreso a analizar el estado de la nación. Fue a certificar que Zapatero ha muerto: «Terminó su tiempo y lo ha desperdiciado». ¿Ha muerto de verdad? Ayer, por lo menos, no se empezó a redactar su esquela política. Hizo las concesiones posibles, como la de hablar de vencer a ETA o reconocer que no hay espacio para el diálogo. Pero, como todos sus antecesores en el cargo, ya conoce la asignatura: a veces parece un economista. No tiene la brillantez de Rajoy. No tiene su fuerza de palabra. Pero demostró astucia al torear el flanco débil del terrorismo. Sabe aferrarse a lo positivo. Y, encima, sacó de la chistera la dádiva de los 2.500 euros: una miseria frente a las ayudas familiares de Europa, pero menos es nada. Fue el gesto más descaradamente electoral en un debate planteado con intención electoral, donde Zapatero se afanó a demostrar que la legislatura está viva, y Zajoy se aplicó a declararla fenecida¿ como el presidente. Al final, los diagnósticos más realistas los aportó el catalán Durán Lleida: estamos ante un Parlamento donde se aplaude más la descalificación que las propuestas. Como esto es así siempre, y viene siendo así desde el comienzo de la fórmula, los discursos de los grandes son inevitablemente mitineros, inevitablemente demagógicos, inevitablemente más destinados a aglutinar al votante que a ofrecer soluciones a los problemas del país. La prueba es ésta: hace unos días, la gran noticia que conmovió a este país fue el consumo de droga. ¿Han oído ustedes una sola palabra? Habían escrito antes sus discursos.