TRIBUNA
Cambio radical
CONFIESO que he visto, aunque sólo dos veces, el programa televisivo Cambio radical . Y digo que lo hice por dos motivos: para enterarme de qué iba el asunto y para que, después de tan anunciado, no me tuvieran en mi casa por un carrozón. La cosa resultó ser lo que yo me temía: una reforma de todo menos de la cabeza. O sea: una enmienda a la totalidad física. ¡Y yo que pensaba que la cabeza era lo primero, empezando por arriba, según afirma Santo Tomás en la Suma teológica ! ¡Me llevé una tremenda decepción, por supuesto! Pero lo que quiero traer a estos papeles es la animada conversación que, en el Bar Baeza, se traían dos paisanos acerca de la edmisión del Cambio radical de la noche anterior. Es el caso que acudió al programa un mozo labriego que estaba para el desguace, tanto y más que su buena mula La Torcid a, que así se llamaba la mula que digo. Al parecer, el mozo del asunto estaba de acuerdo con Ortega y Gasset cuando afirma en su libro Estudios sobre el amor que el cambio es esencial al ser humano, ya que el hombre no es naturaleza estática, sino historia movediza, al modo del Esla o del Torío mismamente, que lo tenemos más o mano. Así fue que el mozo campesino se sometió, gustoso y esperanzado, al arreglo total. A lo mejor de estas se le hacía a la mano aquella rapaza de buen ver que le quitaba el sueño. Lo que más me interesó del diálogo de los paisanos de la historia, animado y sabroso como el vino del Banquete de Platón, fue que, después de dos meses de aquí quitamos y allí ponemos, hasta dejarlo como un pincel, al mozo digo, dieron suelta al labriego: que ya no le conocía ni la madre que lo había parido. Y fue la cosa que el mozo reciclado enfiló hacia su pueblo como una exhalación, por aquello de la querencia simbiótica al olor del heno recién segado, al vaso de vino en la taberna de costumbre y al aroma mismo, con moscas, de los cagajones del corral. Que iba por el camino como recitando los versos de Miguel Hernández, después de haber dejado el pastoreo de la aldea y experimentado el acoso lujoso de la ciudad: «¡Ay!, qué de menos echa/ el tacto de mi pie mundos de arcilla/ cuyo contacto imanta,/ paisajes de cosecha,/ caricias y tropiezos de semilla». En estas remembranzas, acariciantes como una anamnesia litúrgica, llegó a su pueblo. Y fue lo primero entrar en la cuadra para saludar, como es debido, a su mula La Torcida : ¡Que, oye, hacía dos meses que no la veía! Pero, así que se le acercó por detrás, como de costumbre, y le puso la mano sobre las ancas, ¡zas!, el animal le soltó una coz y lo estampó contra la pared de atrás, lo mismo que si fuera un calendario con el santo del día. Y le decía el del tintorro al otro en el mostrador del Baeza: -¡Oye, tú, que después de tantos años de convivencia la pobre mula no le conoció! ¡Mira tú qué problema si hubiera sido su conjunta! ¡Que venía tan fregao que ni olía ya a sí mismo! Yo me quedé pensando en la buena relación que el ser humano ha de tener con las cosas, sus vecinas. Y en la desgracia que es que a uno no le conozcan ni en su propia casa. Y recordé los versos de Lorca en Llanto por Ignacio Sánchez Mejías: «No te conoce el toro ni la higuera,/ ni caballos ni hormigas de tu casa./ No te conoce el niño ni la tarde/ porque te has muerto para siempre». Sentí un espanto como el de La Terca ; y el desasosiego de un hormiguero pisado por un rebaño. A lo mejor encaja aquí una pregunta sustantiva: ¿Es lícito pagar con nuestros impuestos la carrera de quienes no se dediquen a resolver los problemas reales de la humanidad? Ya Séneca decía en su Carta a Paulino : «Persuádete que tantos estudios como has tenido desde tu primera edad en las ciencias, no fueron a fin de que se te entregasen tantos millares de anegas de trigo; de cosas mayores y más altas habías dado esperanzas». ¡Qué Dios coja confesao al labriego de Cambio Radical, y dé a la mula Torcida un poco más de discernimiento! ¡Amén!