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Publicado por
MANUEL ALCÁNTARA
León

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LA SOMBRA de Jesús Gil es apaisada y es imposible olvidar al ávido y pintoresco personaje. Un tipo simpático y zafio que jamás engañó a nadie que previamente no se hubiera llamado a engaño. «Para que roben otros que robe él», decían muchos ciudadanos, en la convicción de que tenían derecho a elegir a sus ladrones favoritos. Ahora emerge uno de los personajes secundarios de una película de cine negro lleno de extras de las revistas de color rosa: el juez Urquía, al que se acusa de prevaricación y cohecho. Aún habrá que llamarle presunto, que es la profesión que registra el más escaso paro laboral. ¿Cuántos presuntos hay en España, sin contar a centenares de concejales de urbanismo? ¿Qué ha encontrado en su conducta la Comisión Permanente del CGPJ para suspenderle en sus funciones? En una novela de Marcel Aymé hay un personaje que dice que los magistrados conocen demasiado las debilidades de los hombres para permitirse juzgar las suyas con excesiva severidad. El señor Urquía, según las personas que le trataban, era una persona divertida y culta. (La segunda de estas condiciones no se pierde si lo meten en una celda). Le gustaba el cine y la noche. También la lectura. Lo malo al parecer es que más que todo eso le gustaba el dinero. Luchó contra su acumulación ilícita cuando los acumuladores eran otros y estaba muy bien considerado. La bota Malaya era un refinado tormento que dejaba a quienes lo padecían incapacitados para chutar un penalty. La bota de Marbella sigue apretando las extremidades inferiores de la corrupción, que siempre es algo contagioso. Los más acreditados corruptos se ven en la necesidad de reclutar cómplices, cosa que favorece mucho al noble ejercicio de la amistad.