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Publicado por
RAMÓN IRIGOYEN
León

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EN UNOS sanfermines, de cuyo año las golondrinas de Bécquer me recomiendan que no me acuerde, vi a Hemingway en un bar de la calle pamplonesa de San Nicolás. Para mí, entonces Hemingway era un ser tan lejano como un profeta bíblico. Por tanto, al igual que si, por ejemplo, me hubiera encontrado en la plaza del Castillo con el profeta Jeremías, no le habría preguntado cómo andaba Israel ese año de plagas de langosta, tampoco le pregunté nada a Hemingway. Lo único que entonces sabía de él es que era un escritor norteamericano que había escrito Fiesta, una novela ambientada en los sanfermines. Esa novela la leí muchos años después de haber estado a un metro de Hemingway sin decirle nada, y me gustó mucho. Luego leí que Hemingway no es bueno como novelista, sino que es un espléndido autor de cuentos. No obstante, sí hay un escritor que ha hablado de Fiesta como una excelente novela: Guillermo Cabrera Infante. Leí en su día El viejo y el mar, de Hemingway, y me afloran unos recuerdillos de un sopor relativamente agudo. Reconozco que en este juicio quizá influye también mi escasa afición a la pesca, salvo la pesca de cangrejos, de la que guardo buenos recuerdos. No he releído El viejo y el mar y, al mirar en la biblioteca qué libros tengo de Hemingway, he encontrado el original inglés de dicha obra, editada por Penguin, y me he llevado la sorpresa de que, hasta la página 33, tengo anotadas en el margen superior las palabras que no conocía. Pero de estos sanfermines no pasa: voy a leer bien a Hemingway. La editorial Lumen acaba de publicar una auténtica joya: Cuentos, que reúne Los cuarenta y nueve primeros cuentos que recopiló el propio Hemingway en 1938. Tiene un magnífico prólogo de García Márquez, quien declara que Faulkner es un escritor que tuvo mucho que ver con su alma, pero Hemingway es el escritor que más tuvo que ver con su oficio literario. La traducción, de Damián Alou, es soberbia. Hemingway es el primer escritor vivo que, al menos, vi de cerca. Antes de verlo pasear por Pamplona, sólo conocía, de oídas, a Quevedo y a la gran Rosalía.

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