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Publicado por
MIGUEL A. VARELA
León

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LA ESCENA fue tal que así. En una de las fases eliminatorias de un concurso televisivo que, a modo del infausto «Operación Triunfo» en versión local, se celebraba por estos andurriales, la entusiasta presentadora nos anuncia que a continuación va a demostrar sus dotes cantoras una niña de siete años. Mientras tanto, como off, se oye entre bastidores a la niña en cuestión llorando y negándose a salir al escenario. La intrépida presentadora logra sacar a escena a la niña, acompañada, eso sí, por la madre, que la mira arrobada mientras la infanta, con cara de susto, es incapaz de contestar a la improvisada entrevista de compromiso aunque, eso sí, tiene bastante claro que no quiere cantar y se niega a ello dos veces, mientras el público entusiasta que sigue en directo la gala la anima con piropos arrebatadores. Finalmente, la niña canta (la verdad es que con cierta gracia, pese a la tensión del momento), la madre se emociona hasta la lágrima y el personal aplaude a rabiar. Que se sepa, no llegó a intervenir el defensor del menor. Impulsados por modelos amplificados, cuando no generados, por los medios de comunicación, que nos deslumbran con jóvenes -o niños- que se hacen millonarios explotando sus virtudes artísticas, deportivas o estéticas, el nivel de estulticia alcanza cotas inimaginables que superan el exhibicionismo paterno-tontorrón, que todos en mayor o menor medida tenemos, para acabar rozando la pura explotación infantil. El triunfo fácil y sin esfuerzo se nos muestra fácilmente alcanzable y el perfil de «madre de la Pantoja» se ha convertido en fenómeno habitual en esta decadente sociedad en la que la infancia es cada día más corta y no tenemos escrúpulos en fabricar a toda máquina encantadores juguetes rotos.

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