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Publicado por
JORGE DEL CORRAL
León

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EL REINO Unido, la República Checa, Polonia y algún otro Gobierno de países de la antigua órbita soviética se han opuesto a que Europa tenga himno. Se resisten a cualquier signo de identidad europea que pueda asociar a Europa con un Estado y, consecuentemente, desdibujar el suyo con el paso del tiempo. Esta es la razón de que en el futuro Tratado de la UE la soberbia Oda a la Alegría de la Novena Sinfonía de Beethoven no pueda sonar como himno europeo. El movimiento final de la Novena, símbolo musical europeo aceptado a mediados de los 80 por los Jefes de Estado y de Gobierno de la Comunidad Europea, carece de letra a pesar de los numerosos intentos que se han hecho para añadírsela en latín, alemán y español. Al fracasado himno europeo le pasa como a nuestro himno nacional, pero al revés: algunos se oponen al primero por exceso de patriotismo y en el nuestro una no pequeña parte de españoles se niega a ponerle letra por falta de patriotismo, aunque algunos la pidan, como acaba de hacer el Comité Olímpico Español, para que nuestros deportistas no pongan cara de panoli cada vez que suena en las competiciones. En todos los casos hay excesos, pero en ambas posturas anida una misma razón: saben que un himno une y que otro desune, por eso cuanto menos suenen, mejor. Ya lo constató el poliédrico poeta, ensayista, novelista, filólogo e historiador vasco Jon Juaristi, cuando desveló que José María Aznar encargó a un grupo «bastante amplio» de escritores y poetas poner letra al himno nacional, y que la cosa no llegó a hacerse porque «no había posibilidad de llegar a un consenso con la oposición». Una oposición a este asunto que, en gran medida, apaga los rescoldos del patriotismo español con la excusa de no excitar pasiones, pero atiza los fuegos del nacionalismo promoviendo como propios rasgos generales y llamando a aceptar únicamente «lo que es de aquí». Teoría paleta que está contribuyendo a fraccionar el Estado y a acrecentar las desigualdades territoriales en educación, sanidad y fiscalidad, entre otras políticas no menores que deberían ser de igualdad.

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