VALOR Y PRECIO
Más allá de la «lingua franca»
LA INCORPORACIÓN del estudio obligatorio de una segunda lengua extranjera en la Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO) es una buena noticia, pues el escaso conocimiento y manejo de idiomas ha constituido un problema crónico de nuestras habilidades colectivas: entre las virtudes de los gallegos, y más en general de los españoles, no se encuentra el don de lenguas. Según datos recientes, sólo un 40 % de los españoles tiene conocimientos elementales de otra lengua, frente a un 44% de ciudadanos europeos que se manejan en ella con soltura. Se trata, además, de una decisión que ya se ha impuesto en otros muchos países (registrándose una interesante competencia entre el español y el francés por esa posición). Es ésta un asunto con relevantes implicaciones económicas, y no estará mal recordarlo en un país en el que no pocas veces los valores más instrumentales, funcionales, de la lengua, tienden a olvidarse en favor de argumentos más esencialistas. Porque las barreras idiomáticas tienen un coste, en términos de movilidad de la fuerza de trabajo, flexibilidad de los mercados y capacidad competitiva. Y si esto es importante para cualquier economía en tiempos de internacionalización de los mercados, lo es aún más para quienes formamos parte de la Unión Europea. Porque, como europeos, somos ciudadanos de Babel, y ello representa un problema y un reto para el futuro de la integración. Es decir, tenemos plena movilidad de capitales, mercados de bienes y servicios cada vez más unificados, pero los mercados de trabajo siguen estando segmentados, no tanto por razones legales como por la existencia de una pluralidad de lenguas que, en la práctica, limita fuertemente la movilidad. Con ello, perdemos oportunidades que la Unión Europea ofrece, y saltan algunas costuras de la integración económica y política. Esto lo saben bien en países como los escandinavos, en los que saber afrontar esta cuestión mediante un amplio dominio del inglés como lengua franca, ha servido para apuntalar su virtuosa senda hacia el éxito económico; y en el caso del milagro irlandés, es frecuente encontrar referencias a la ventaja del idioma como uno de sus factores explicativos. Fuera de discusión la elección del inglés como primera lengua, la segunda debiera ser el francés, a pesar de su visible repliegue en los últimos cincuenta años. Dos razones avalan esta elección. En primer lugar, Francia es nuestro principal vecino y socio: por ejemplo, casi un 20 % de las exportaciones españolas en 2005 se dirigieron allí; además, se trata de la lengua cooficial en otros dos países próximos, Marruecos y Argelia, con los que estamos cada vez más condenados a entendernos. Y segundo, ya en un ámbito diferente, no se olvide tampoco que el francés ha sido la gran lengua de la cultura en el mundo moderno durante más de dos siglos: el legado de Voltaire, de Rimbaud, o de gran parte de las vanguardias del siglo XX, está escrito en esa lengua. No debiéramos perder el contacto directo co n todo eso.