TRIBUNA
Una reflexión estival
HAN LLEGADO las vacaciones y, quién más quién menos, se ha tomado unos días de relax. Las playas y los montes se llenan de veraneantes, de las cuatro esquinas de la Tierra nos visita ingente multitud y la diversión o el descanso vienen a ser el bálsamo de Fierabrás que repara los daños que once largos meses de esfuerzo han infligido. Es un tiempo ideal para ponerse al día en todo aquello que durante el resto del año no ha sido posible por las urgencias del día a día, como leer, por ejemplo. Esto le iría excepcionalmente bien a casi todo el mundo, pero de una manera especial a nuestros políticos, si aquello que leyeran fuera Historia, claro. Un repaso a nuestro devenir les vendría de perlas, y tanto más si pusieran el énfasis, no tanto en el episodio como en la visión de conjunto. Una lectura global, con perspectiva, les daría claves que el sumergirse en el acto concreto a menudo impide. Saber por ejemplo, que la división de los españoles no es nueva, sino que ya existía cuando nos quisieron conquistar los romanos, dividiéndose los pueblos iberos entre quienes elegían a sus jefes y quienes eran gobernados por régulos que transmitían su poder de padres a hijos; que existían radicales intrigas y diferencias entre los reinos godos, y que por ello nos conquistaron los árabes; que existían feroces discrepancias entre halcones y palomas tras la muerte de Felipe II, y que nos costó un Imperio; y que existían criterios y posicionamientos radicalmente antitéticos entre aristócratas y pueblo desde Felipe III en adelante, y nos costó el hundimiento como país y casi dos siglos continuados de guerras civiles. Saber todo esto enseña, especialmente si consideramos que cuando esas diferencias fueron profundas, los daños históricos acompañaron en la misma medida, y que cuando la unidad en los asuntos de Estado se verificó, no hubo un país en el mundo con la pujanza de España. La Historia, vista como síntesis, enseña tanto más que cuando se estudia con detalle, porque esto último dispersa. Una lectura que en el político aplicado puede llegar a ser el germen de un estadista. Los grandes asuntos de Estado, como la política exterior, económica o aun la interior respecto de los temas delicados como el terrorismo, no han de ser jamás objeto de confrontación pública, porque ello conduce inexorablemente a la división social y, en consecuencia, a la pérdida de posiciones como país y como sociedad. Para discutir esos asuntos no debe estar siquiera el parlamento, sino los despachos. Lo que sucede con los líderes políticos en público (aunque sea en las Cámaras de Representantes) tiene un efecto multiplicador en la población, porque ya se sabe que los papistas son bastante más radicales que el Papa. El primer deber de un estadista es hacer Estado, país, aunar criterios y alejarse de la división: esta sería la lección que enseña nuestra Historia. Ni unos ni otros podrán terminar con el adversario. Ya se ha intentado de mil maneras disímiles en otros tantos conflictos, y nadie lo ha conseguido: por más daño que se les inflija, resurgen, porque así es como tiene que ser. Es hora de comprender de una vez por todas que estamos condenados a entendernos, por más que nuestras concepciones acerca de la vida, la Fe o la sociedad sean radicalmente contrarias. Siempre habrá una fórmula que nos permita convivir en paz: el respeto a la diferencia. No todos evolucionamos al mismo ritmo, pero tenemos los mismos derechos a hacerlo. En los escasos periodos históricos que hemos logrado una convivencia aceptable y sin conflictos, hemos legado a las siguientes generaciones sobrados motivos de orgullo. Aún hoy España es más conocida y respetada en el mundo por aquel pasado común en el que todos los españoles empujaron en la misma dirección que por nuestro presente. Y son razones de sentida y justificada jactancia, porque en aquellas épocas, no sólo extendimos nuestra lengua y nuestra cultura, nuestro carácter y nuestros modos, hoy ejemplo a imitar (el mestizaje y el antirracismo, por ejemplo), sino que también acariciamos las más sublimes cimas artísticas en casi todas las disciplinas y géneros: fuimos luminaria tan esplendorosa que aún hoy refulge. Lo fuimos casi todo, simplemente porque estábamos unidos y empujábamos como país y como pueblo a un mismo destino: he aquí el único secreto. Todo lo demás, ya hemos demostrado sobradamente que lo tenemos: disponemos a borbotones del genio; sólo nos hace falta la paz y el sosiego para manifestarlo. Naturalmente, en aquellos periodos de esplendor también había diferencias en todos los planos sociales, y los escritores de entonces (como los de ahora hacemos) dejaron sobrados testimonios de ello, no sólo para denunciarlos, sino con el propósito de mejorar críticamente la sociedad que les tocó vivir, resaltando fealdades para empujarla hacia la belleza. Vacaciones. Calor. Relax. Tiempo excepcional para, descansados y divertidos, buscar un hueco a la reflexión histórica. Dentro de unas semanas volveremos de nuevo a las rutinas, y habrá nuevos conflictos que resolver; y dentro de unos meses habrá elecciones generales, y habrá nuevos programas que presentar al electorado. Que se discuta, sí, pero no con tolerancia, sino con respeto; que se convoque a multitudes, pero para explicarles un proyecto de paz y de progreso pacífico; que se ponga todo a la luz pública, pero lo que debe ser puesto, no los asuntos de Estado, tan ajenos a las rutinas y quebrantos de los gobernados. Que todos disfruten sus vacaciones, que descansen, que se llenen de felicidad y, que cuando regresen, que se hayan curado de esa enfermedad que es la crispación que separa y divide, y que, si se fueron políticos tecnócratas, regresen estadistas. Leer la Historia con detalle, dispersa; en conjunto, sintetiza, sublima. Aprender de la Historia es aprender de los errores... y de los aciertos.