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Publicado por
VALENTÍ PUIG
León

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NOS QUEJAMOS de las listas de espera, del carácter de algunas enfermeras, del trato o del tono, pero ese Estado del bienestar nos tiene a sus pies, de la cuna a la tumba. Para el individualismo extremo que rechaza las tutelas estatales, el Estado de bienestar carece de pros y contras: es, simplemente, una intromisión en la responsabilidad individual y en la capacidad del ser humano de procurarse seguridad por si mismo. Ese individualismo cree no necesitar del Estado para protegerse de riesgos. Frente a esta posición, los idólatras del Estado-providencia desean una cobertura absoluta frente al riesgo, aún a costa de la propia libertad de elección. Sería casi cursi descubrir a estas alturas que la solución está en el término medio. Eso es lo que se propone en Europa para aliviar los males del Estado de bienestar: co-pago, gestión mixta. El riesgo de cubrir de forma absoluta todos los riesgos consiste en la aparición de dependencias que acaban por ser bolsas sociales de una realidad generada por la propia naturaleza del Estado de bienestar. Son formas de pobreza intermedia, adscritas y generadas por la asistencialidad. Ahí el ciudadano deja de serlo y se despoja de todo su sentido de la responsabilidad porque lo ha entregado al Estado que le procura su subsistencia mínima y que le anula la necesidad y el prurito de competir. Universalidad, de la cuna a la tumba: lemas generosos del Estado de bienestar y al final perversiones del Estado providencia. Tanta dependencia acaba provocando desvinculación. La idea del Estado de bienestar fue cundiendo en el paisaje de un contexto entre social-democracia y democracia cristiana, después de sus primeros pasos. Fue ese el gran avance social de Europa casi en la postguerra inmediata. Gran Bretaña aportó virtudes metódicas. La sanidad pública se convirtió en asistencia para todos, se crearon los grandes sistemas de pensiones que hoy flaquean, todo tenía que quedar bajo la cobertura de la Seguridad Social. Al final, en lugar de actuar por subsidiariedad, el Estado absorbe cometidos que no le corresponden, en virtud de su conversión en Estado providencia. Lo que ha venido ocurriendo es que esa adiposidad competencial crecía fuera de cualquier control, al contrario de lo que ocurre en la gestión de una empresa. Por eso era lógico que las respuestas a la elefantiasis del Estado de bienestar fuesen la subsdiariedad y el recurso a la gestión empresarial de lo público. El deterioro de la familia tiene distintas causas: la cultura adversaria y la contracultura de los años sesenta proceden a una erosión conceptual que llega a tener dimensión física. En otro orden de intenciones, el Estado del bienestar suple la voluntad individual, la neutraliza. Resta terreno al área de la responsabilidad personal. Ahí aparece la cultura de la dependencia. Por ejemplo: las subvenciones directas a las madres solteras generan un efecto de más madres solteras. Desaparece el tejido de organizaciones e instituciones intermedias -la Iglesia, por ejemplo- que cumplían con funciones asistenciales al margen del Estado. Luego también resulta que vivimos más años y que, por tanto, recurrimos más al Estado. Nacen menos niños, de modo que los costes del jubilado deben ser asumidos por una cuota menor de la población activa. Los tratamientos clínicos requieren de una tecnología muy cara. Determinadas concepciones del seguro de paro desincentivan las ganas de buscar un trabajo. Males todos estos del llamado Estado de bienestar que son consecuencia de su buen propósito fundacional. Es humano: si el Estado de bienestar nació para cubrir tantos riesgos, la reforma de sus males se nos antoja hoy el peor de los remedios, el más arriesgado de los cambios necesarios.

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