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Publicado por
GUILLERMO JUAN MORADO
León

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LOS ÁNGELES están de moda. Confesar su existencia equivale, para un cristiano, a reconocer la grandeza del Creador del cielo y de la tierra, «de todo lo visible y lo invisible». La existencia de los ángeles es, en la dogmática católica, una verdad de fe, atestiguada en la Sagrada Escritura y en la Tradición. Los ángeles son criaturas puramente espirituales cuya misión es la de ser servidores y mensajeros de Dios. La nueva era ha hecho de los ángeles amigos y consejeros del mundo del espíritu. Ya Borges, en Otro poema de los dones , evocaba a «Swedenborg, que conversaba con los ángeles en las calles de Londres». El místico sueco Emanuel Swedenborg (1688-1772) quería descifrar los arcanos celestes y la sabiduría de los ángeles. Pero su aproximación al tema angélico no es el deel pseudo Dionisio, sino más bien un acercamiento heterodoxo confinante con el esoterismo. Connotaciones similares revisten las sorprendentes declaraciones de la princesa Marta Luisa de Noruega. Dice ser vidente y conversar con los ángeles, como Swedenborg. Tal familiaridad con las criaturas angélicas se debe, confiesa la princesa, al trato con los caballos. Nunca se supo de la virtualidad de los equinos para establecer contactos con el reino de lo invisible. Pero jamás es tarde para aprender. Y menos aún si quien enseña tan reservados saberes goza del título de alteza real. Un mundo sin religión es un mundo desencantado; literalmente «sin encanto»: no sólo sin magia, sino también sin gracia, sin simpatía y hasta sin talento. Echamos de menos, ahogados por la precisión de la ciencia y de la técnica, lo que Peter Berger ha llamado «el rumor de Ángeles». El rumor puede ser un ruido confuso. En todo caso, al oírlo, los miembros de la Iglesia «deben hacer dos cosas: afianzarse con mayor firmeza aún en los fundamentos de su fe y escuchar el clamor, con frecuencia silencioso, del corazón de los hombres», recomendaba la Santa Sede en un documento sobre la nueva era. Quizá la voz que corre entre el público deje de ser una voz equívoca para convertirse en un eco, en una pista, de una palabra sensata que venga de más allá de nosotros mismos.