AQUÍ Y AHORA
Grave desafección política
EL ÚLTIMO estudio sobre el Índice de Satisfacción Política confeccionado por el Centre de Estudis d'Opinió (CEO) dependiente de la Generalitat de Cataluña, fechado en agosto, ha suscitado preocupación en la sociedad del Principado. En efecto, el porcentaje de ciudadanos políticamente insatisfechos en julio era del 59,8%, cuando en la encuesta de marzo tan sólo alcanzaba el 54,2%, en tanto los satisfechos han bajado en este período desde el 45,8 al 40,2%. Solamente un 27,4% de los catalanes expresan satisfacción con el sistema político y la situación actual, frente a un 36,4 de descontentos. Los datos son manifiestamente preocupantes, pero no insólitos en una comunidad autónoma muy castigada por diversas razones: el porcentaje de insatisfechos de julio pasado es todavía inferior al de marzo y noviembre del 2006 e idéntico al de junio de 2005. Por consiguiente, el análisis no puede plantearse de forma simplificada: la acumulación de desventuras que ha padecido en las últimas semanas la sociedad catalana por el fracaso de diversos servicios públicos ha vuelto a agravar una desafección política que viene de antiguo y que ya comienza a ser crónica en Cataluña. No podemos analizar este asunto sin tomar en cuenta las singularidades catalanas y, muy especialmente, la existencia en el Principado de una mayoría política nacionalista o, si se prefiere, catalanista. Es decir, en Cataluña la acción de las instituciones centrales del Estado ha estado permanentemente condicionada por la eminencia de las formaciones autóctonas, que, en el nivel autonómico y a través de Convergència i Unió, han gobernado Cataluña desde las primeras elecciones de 1980 y hasta 2003, y, a través del tripartito, desde 2003 hasta hoy día. Y quien haya seguido las vicisitudes de Cataluña en este período que abarca prácticamente toda la etapa democrática, sabrá que ha sido Barcelona la que ha formulado las demandas, planteado las exigencias y, en definitiva, midiendo las necesidades y clamando por ellas continuamente ante el Gobierno central. Por lo demás, el nacionalismo catalán ha tenido un poder de convicción relevante dado que ha contribuido a la gobernabilidad del Estado durante varios períodos: en la etapa de UCD, entre 1993 y el 2000 y, con otra expresión, entre 2004 y hoy día. Quiere decirse, en fin, que dando por supuesta la existencia objetiva de un déficit de infraestructuras, que hoy parece incuestionable, la responsabilidad de la situación habría de buscarse tanto en los administradores estatales cuanto en los gestores catalanes, ya que las reclamaciones de éstos a aquéllos se han colmado prácticamente en todos los casos. Pujol y Maragall, sucesivamente, han tenido fuerza suficiente para obtener de Madrid lo que han creído oportuno. De donde habría que deducir que no han tenido la visión suficiente para reclamar lo necesario. Lo que ha ocurrido es que la autonomía catalana, muy pendiente de exigencias identitarias, ha estado más atenta a asuntos inmateriales relacionados con su singularidad que al progreso material. Por decirlo con un ejemplo inteligible, el catalanismo ha perseguido más la cesión del castillo de Montjuic que el AVE. O, expresado con más crudeza, el nacionalismo catalán ha fracasado estrepitosamente a la hora de calibrar las necesidades y las demandas de la ciudadanía catalana, a la hora de gestionar la realidad de su amado país, porque ha interpretado la tarea de gobernar como un designio mesiánico y no como una tarea técnica que requiere grandes dosis de pragmatismo y una fe ilimitada en la autonomía y en la capacidad de las empresas y de las personas. Madrid, por ejemplo, que no ha tenido indigestiones soberanistas, ha dado la pauta de cómo debe aprovecharse la autonomía política para crecer y desarrollarse en un ambiente de libertad, sin intervencionismos ni vehemencias románticas. Ante esta coyuntura, sería deseable que los ciudadanos catalanes pasaran de la irritación al realismo, y de la abstención a la participación activa en la dirección adecuada.