Frutas oseras

POR MAYO, los osos se aquerencian en los arroyos, atraídos por los tallos y hojas de apios, perejiles, hinojos y otras umbelíferas que medran en la humedad de las orillas. Las espiguillas y otras gramíneas que los alimentaron al salir de la hibernación están ya leñosas, bastas, y las ensaladas perejileras son el menú del plantígrado. Seguro que el aroma a perejil de la cagada del oso, llena de tronchos verdes, haría las delicias de Carlos Arguiñano, el cocinillas golfo capaz de desafiar a sus comensales a una ruleta rusa de tortilla de setas, una exquisita de yemas de huevo, perrechicos y hongos negros, y otra mortífera de pérfidas faloides. Maduró en junio la cereza y los cerezos de Valdeprado, Pedroso y Salientes sufrieron desgarrones de corteza con los peludos encaramados a las copas a degustar la cosecha. Los árboles de fruto más dulce y gordo presentan plataformas de ramas tronzadas que recuerdan los nidos de los gorilas de Virunga, sillones desde los que el oso zarpea las ramas más cereceras. Por estas fechas, el festín se dirige hacia los carrasquillos, arbustos de alta montaña que se parecen, por la hoja, al aliso, y que dan unos frutillos violeta, ácidos, en las barranqueras calizas. Mientras llega la madurez de la arandanera y de las zarzamoras, enormes piedras movidas, en pos de lombrices, gusanos blancos y ratoncillos, demuestran la vitalidad y energía de unos gigantones que veranean esforzadamente como los segadores que antes bajaban con la hoz desde la Montaña Cantábrica a los campos de Castilla. Tienen que engordar para cuando vuelva el invierno y su existencia es una lucha constante tras los alimentos efímeros que ofrece el monte. Mientras tanto algunos bípedos, entre los que me cuento, pasamos unas vacaciones de molicie, sombra, opíparas costilladas, fiestas de pueblos y buenos tragos de cerveza y sangría. Como dice Alfonso Guerra, los que por Barcelona penan en algún atasco y apagón, es que están metidos en demasiado lujo.