TRIBUNA
Los terremotos y Dios
NO VOY A DESMENTIR que el hombre sea un lobo para el hombre; los hechos lo cantan todos los días a raudales en odios y calamidades, aunque existan como contrapunto la Cruz y Luna Rojas, las oenegés, las hermandades de donantes de sangre, Médicos sin Frontera, las misiones de religiosos y religiosas, Cáritas y otras organizaciones humanitarias. Construcción y destrucción a galope equino de los cuatro jinetes del Apocalipsis es el destino humano por excelencia. También, pues, la naturaleza, además de sus maravillas y embelesos, está en permanente guerra contra el hombre y desencadena a menudo y con saña su plena arbitrariedad a fuerza de ciclones, huracanes, terremotos y volcanes. Los telediarios son sus agencias de publicidad convirtiéndose en «telesudarios». La masa informativa se desangra en gran medida con desastres de guerra, tragedias viajeras y desgracias naturales. La más reciente de estas últimas, un fortísimo y devastador terremoto en Perú, que ha dejado cientos de cadáveres y millares de supervivientes en brutal abandono y desesperación, expuestos al pillaje y al asesinato. No seré el único que me conmueva ante la imagen televisiva de uno de los damnificados, describiendo la insufrible situación de niños inocentes privados de hogar, agua y alimento, «hasta el mismo Dios dice apuntando lágrimas se ha olvidado de nosotros». «Dejados de la mano de Dios», que dice el dicho popular. Cuando se produce un hecho de esta magnitud, con multitud de víctimas inocentes, que suelen ser, además, de la clase más humilde, se cierne sobre la hecatombe la sombra de responsabilidades metafísicas. Y aparece el viejo y escolástico debate sobre la existencia del mal en un mundo creado por Dios, eminentemente justo y bueno. El punto álgido de la polémica se produjo, precisamente, como consecuencia de otro terremoto, el de Lisboa de 1755, ocurrido a las ocho de la mañana del día uno de noviembre, festividad de todos los Santos, con la mayoría de los templos repletos de fieles. Fue un acontecimiento extraordinario, con bastantes ramificaciones por gran parte del planeta, que conmovió al mundo entero y causó indecible consternación. Sin ir más lejos, a nuestro padre Isla aquella «tormenta de la tierra» le causó «cuatro días de calentura y ocho de cama» en el convento de Villagarcía de Campos. Goethe, niño entonces, escribió en sus memorias, que miles de personas que vivían satisfechas perecieron y el más dichoso de ellas fue aquel a quien la desgracia cogió tan súbitamente que no le dio tiempo a sentir ni pensar. Tras aquella tremenda desgracia surgida en pleno ecuador del siglo de las luces, las personas piadosas hicieron consideraciones, los filósofos buscaron motivos de consuelo, los sacerdotes predicaron sermones en que hablaban de castigos de lo alto. Al Padre Malagrida, un pobre jesuita de origen italiano medio trastornado, el omnipotente marqués de Pombal, mandó chamuscar vivo en hoguera pública en 1761, por predicar en las calles de Lisboa que los desastres naturales eran justa punición de Dios a los vicios humanos. Pero si aquello era una convicción, no sólo sostenida en aquel entonces por el teatino loco, lo cierto es que Dios, el creador del cielo y de la tierra, a quien la explicación del primer artículo de la fe mostraba tan sabio y misericordioso, no se había comportado muy paternalmente que digamos, en cuanto hizo caer la misma desdicha sobre justos e injustos. El Padre Feijó, por su parte, criticaba cualquier explicación supersticiosa sobre las «turbulencias de la tierra». Voltaire, en Candide, o el optimismo, después de describir los estragos de la catástrofe lisboeta, metía por medio a Leibnitz y a la Santa Inquisición, burlándose irónicamente de que éste fuera el mejor entre los mundos posibles, como había afirmado el filósofo alemán. Rousseau se opuso a la causticidad de su compatriota y Kant trató de explicar el fenómeno poniendo lindes a la razón y a la fe, la razón pura y la razón práctica, esto es, como diría Giovanni Papini, «haciendo entrar por la ventana lo que no entraba por la puerta». Dejamos ya hace tiempo el siglo de las luces y hemos entrado en el de los móbiles. Pocos relacionarán hoy las catástrofes naturales con el castigo de los dioses (y pluralizo no siendo que habiendo más de uno, los otros se me enfaden) como consecuencia de los pecados de los hombres; ni inculparán a la divinidad magnánima, creadora del mundo y de la tierra, como así nos educaron convenientemente en la posguerra a través del Padre Astete, por permitir el brutal sacrificio de seres inocentes. En el acto de creación, Dios debió de dar plena autonomía a los hombres y a la naturaleza, de modo que hay que considerarlo libre de responsabilidades y de «inmiscuidades». Pero, siendo consecuentes con ello, lo que no encaja y a mí particularmente me irrita, son esas parafernalias que se montan, por ejemplo, los clubes deportivos, cuando, al aura de sus triunfos, van a ofrecérselos al santo, santa o virgen particular, en ofrenda de acción de gracias. ¿Y las desgracias? ¡Ah, no!, esas no, porque sólo son imputables a la impericia e infortuna de los hombres. Al final, todo se resuelve en paradoja: no tratemos de descubrir con la sonda de la razón las cuestiones insondables que son sólo pasto de la fe. El científico explicará que la causa del terremoto es un asunto físico de fricción de placas terrestres; y el teólogo siempre remontará a una causa primera o primer motor, de orden metafísico, origen de todas las cosas. Dejemos al científico en su laboratorio, al teólogo en sus lucubraciones demostrativas y a Dios sosegado y tranquilo en sus aposentos divinos. Lo nuestro, lo verdaderamente positivo ante tamaña desgracia, es mucho más simple, y consiste en mostrar la mayor solidaridad posible, ayudando en su desventura a unos seres que no la han merecido, porque ante las tragedias naturales los hombres deberíamos desmentir, o al menos olvidar, que somos eso que decíamos al principio, lobos, con perdón al mamífero de orejas tiesas y cola larga con mucho pelo. Como escribió otro leonés insigne, Álvaro Lopez Núñez: «Cuando los lobos se enteraron de que un filósofo llamado Hobbes había dicho que 'el hombre es el lobo para el hombre', se reunieron en una gran asamblea y acordaron por unanimidad exigir reparación de aquella injuria».