CON VIENTO FRESCO
El iberismo redivivo
DURANTE LAS VACACIONES, que terminan con este artículo, he seguido con cierto interés la polémica suscitada en España por las declaraciones de José Saramago al Diario de Noticias, el pasado mes de julio, en las que, sin ánimo profético, «defendía la integración territorial, administrativa y estructural» de Portugal en España, como una Comunidad Autónoma más. Dicha unión no significaría ninguna pérdida desde el punto de vista cultural e identitario para Portugal; por el contrario, este país tendría todo por ganar en su desarrollo económico. Con sus declaraciones, Saramago continúa el ideal iberista que, durante siglos, mantuvieron muchos políticos e intelectuales españoles y portugueses: recobrar la unidad perdida como consecuencia de la fragmentación política que Hispania sufrió con la invasión musulmana en el siglo VII. Lo intentaron algunos reyes castellanos y portugueses durante la Edad Media; fue el sueño de los Reyes Católicos, que convirtieron los matrimonios de algunos de sus hijos en una política de unidad nacional; se logró esa unión , como fruto de uno de esos matrimonios, tardíamente, con el hijo de Isabel de Portugal, Felipe II, cuando ya había cristalizado un sentimiento nacional portugués, que en el siglo XVII se separó violentamente de aquella unión. A pesar de la separación, de los resquemores mutuos, del mirarse de espaldas, de la indiferencia (de España, dicen los portugueses, ni bon vento, ni bon casamento), el ideal iberista renació en el siglo XIX con fuerza, primero con el liberalismo y más tarde con el republicanismo y el socialismo. Fueron muchos los españoles y portugueses que defendieron esa unidad soñada: Sixto Cámara, Fernando Garrido, Pi i Margall, Maragall, Menéndez y Pelayo, Valera, entre los españoles; Teófilo Braga, Henriques Nogueira, Antero de Quental, Oliveira Martins, entre los portugueses. También en el siglo XX ha habido muchos e importantes iberistas, como Miguel Torga, Lobo Antunes, o Unamuno, por citar algunos bien conocidos. La propuesta de Saramago no es pues novedosa, pero si tiene el interés de poner de manifiesto una preocupación creciente en ambos pueblos por limar asperezas y acentuar lo común. Claro que todavía hay resabios, recelos y malentendidos por ambas partes. Los españoles aún miran con cierta superioridad a los portugueses; y en Portugal existe un nacionalismo cultivado en multitud de manifestaciones de la vida pública, como las estatuas a los Restauradores. Sin embargo, creo que han pasado a mejor vida expresiones como las que leí, esta semana, en el museo antoniano de Lisboa: «Sant' António é bon santo/ que livrou seu pai d' Arganos./ Tambén nos ha de librar/ do poder dos castelhanos». Más que contra los españoles parece que los ataques, como los de otras comunidades españolas, van contra el centralismo castellano. En Portugal no he seguido la polémica en la prensa, pero si he podido comprobar el cambio de mentalidad respecto a la presencia de los españoles. Una amiga española, médico en Coimbra, me confirma encuestas que ya conocía: se habla en la calle, hay un porcentaje grande de la población, superior al 30%, partidario de la unión política con España. Piensan que desde el punto de vista económico, por ejemplo cuando comparan el sueldo básico de un país y otro, a los portugueses les convendría más ser una comunidad autónoma española que un país independiente. Los motivos económicos son la principal causa de esta nueva mentalidad; pero creo que también lo es la enorme afluencia de turistas españoles; la facilidad de los intercambios por las modernas autovías que comunican España y Portugal, la desaparición de tópicos. Con Gaziel, el escritor catalán, autor de un libro de viajes por Portugal, esa unión no será consecuencia de la voluntad de los hombres sino de la propia Historia. Me parece que, respetando las singularidades y diferencias, así debería ser porque todos saldríamos ganando.