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Publicado por
ANTONIO PAPELL
León

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AUNQUE probablemente no hayamos interiorizado todavía del todo el gran cambio económico que ha sobrevenido en las dos últimas décadas, es claro que, tras el triunfo de la ortodoxia económica como uno de los elementos clave del proceso de globalización, se han mitigado o han desaparecido aparentemente los ciclos económicos. Y, con ellos, ha perdido predicamento el keynesianismo que aconsejaba actuar desde el Estado con la bomba de la inversión pública -y con cargo al déficit, naturalmente- para cebar la de la inversión privada e invertir así la tendencia decreciente en los períodos de recesión. En España, en concreto, llevamos doce años de crecimiento ininterrumpido después de las recesiones de 1982 y 1994, y todo indica que, si la coyuntura internacional no decae por causas más políticas que económicas, la tendencia no tiene por qué invertirse siempre que mantengamos la lucha por la competitividad, el rigor económico y la disciplina presupuestaria. Por más que no falten economistas que, a falta de certezas empíricas, insistan todavía en la inexorable naturaleza cíclica de la economía y nos adviertan por tanto de la amenaza que nos ronda. Sea cual sea el futuro a medio y largo plazo, lo cierto es que, en la percepción ciudadana, la economía, que fue decisiva hasta hace poco en la organización de los procesos democráticos, ha dejado de desempeñar el papel principal en la toma de decisiones políticas. Si todavía en 1992 James Carville, asesor de Clinton, pudo alardear del papel eminente de la economía en el éxito de su presidente -«¡es la economía, estúpido!», respondió en memorable ocasión a la pregunta de un periodista-, es claro que en 2004 la sociedad española prescindió absolutamente por primera vez de los argumentos económicos al provocar la alternancia en el gobierno de la nación. Optó por un partido cuyos jóvenes cuadros no tenían experiencia ni ofrecían por tanto garantías en esta materia (salvo la presencia de Solbes entre bastidores), en detrimento de otro que, con Rato al timón, había logrado una más que aceptable velocidad de crucero en el viaje a la prosperidad. Es posible que todavía pervivan ciertas inclinaciones intervencionistas en la izquierda, cierta propensión a sobrevalorar el papel del Estado en la asignación de recursos que en principio ha de corresponder al mercado (ya se ocupará después la «mano invisible» de impulsar el bien común), pero ya no hay duda de que los grandes principios capitalistas y ortodoxos -la transparencia del mercado, la defensa de la competencia, el respeto a la estabilidad presupuestaria, la lucha contra la inflación-, ya no tienen rivales ideológicos importantes. De hecho, sería muy difícil diferenciar el estilo y los criterios de Solbes de los que ostentó Rato en sus ocho años de mandato, uno y otro regidos por los mismos principios y aunque en ambos casos se haya practicado políticas públicas bien distintas. Carece, pues, de sentido y de fundamento la disputa que estos días pasados han escenificado PP y PSOE sobre la solvencia económica de ambos, y que se visualizó el miércoles en la sesión parlamentaria de control al Gobierno en el breve rifirrafe que mantuvieron Zapatero y Rajoy. El PP parecería dispuesto a aprovecharse de las contrariedades que nos afectan, con el riesgo de que la opinión pública termine creyendo que la oposición conservadora desea vehementemente que la situación económica se tuerza para aprovecharse de ello y provocar así la alternancia... En definitiva, todo indica que, al menos mientras se mantengan las incertidumbres externas e internas dentro de ciertos límites (más allá de ellos, todo sería posible), el debate preelectoral será, como la vez anterior, preferentemente político. Y no porque nos hayamos vuelto idealistas, sino porque es la política la que determina adónde se destinan los recursos disponibles, que son limitados y conocidos.