EL RINCÓN
Tristes pupitres
HABRÍA QUE ENSEÑAR a enseñar. El zarandeo a que se ha sometido a la pedagogía la ha venido apartando del amor, incluso de esa consecuencia suya que llamamos paciencia. No son culpables los maestros, sino los que ejercen sobre ellos su hipotético magisterio. «¿Qué sería de los niños sin la desobediencia?», se preguntó Jean Cocteau. Es cierto que están defendidos por ella, pero ahora resulta que los adultos estamos indefensos. De su majestad el profesor hemos pasado a considerar culpable de algo a todo el que se esfuerza por inculcarles ciertos modales y a explicarle a los párvulos que la de la í es la del puntito. Todas las estadísticas resultan difíciles de creer, pero muy especialmente las que se refieren a escolaridad. ¿Cómo es posible que uno de cada cuatro escolares acuse de maltrato al profesor? El mobbing asegura que el 4% de nuestros alumnos sufre estrés y que cada uno de cuatro escolares acusa a su profesor de mal trato. Antes se daba menos el estrés porque no se usaba la palabra. No hay nada mejor para no padecer una dolencia que no se haya descubierto su denominación. Basta con no llamar tontos a los retrasados mentales para disminuir su número en las estadísticas. Los conflictos de indisciplina no son nuevos, lo que es nuevo es la libertad para airearlos. Don Antonio Machado habla de «la odiada escuela». Gentes de mi generación sufría castigos físicos. Profesores, no sólo enlutados, ejercían con evidente sadismo, patente en los castigos físicos, y un mal encubierto homosexualismo. Más que nada para que nadie me quite de la cabeza y del viejo corazón que es posible la mejoría moral. La profesión de maestro de escuela es la que más he admirado siempre. En ella sigo, ya que no he abandonado nunca la de estudiante.