LA VELETA
Postvacaciones
TERMINADAS las vacaciones, no parece logrado el descanso. En lo educativo persisten voces que tratan de ridiculizar la posibilidad de compartir dudas, incertidumbres y convenciones de valores acordados en común, constitucionalmente. Y resulta inquietante, dada la dificultad de conciliar tal rigidez fundamentalista con la pluralidad existente, sobre todo en los centros públicos, y, además, dentro de la enorme competitividad de nuestra sociedad actual. Son las mismas que, al calor de los problemas reales y ficticios acaecidos en el curso pasado, han insistido en líneas severas de actuación, como si se tratara de un mundo ajeno y no fuera con ellos el tratar de generar otro más humanizado, más cristiano. Creen, por ejemplo, que todo se arregla con mano dura, cuando más sano sería interpretar las disrupciones escolares como aviso crítico a la sociedad que estamos construyendo. Pues en muchos casos esta objeción insurreccional, de baja intensidad todavía, es un rudo modo de decirnos que la «corrosión del carácter» de que habla Sennet, ya es vivida por nuestros adolescentes; que la incertidumbre y precariedad de sus vidas va en aumento y que la escuela que les brindamos les resulta extraña para romper el círculo vicioso. Si después de la campaña de objeción volviera a ser aireada la violencia escolar, debiéramos recordar al menos que éste no es un fenómeno nuevo ni generalizado, aunque ya sea preocupante en dos tipos de entornos sociales: en zonas de pobreza y marginación y, también, en algunas de recursos económicos sobrados. En las primeras, por carencias afectivas y culturales que la escuela es incapaz de suplir con sus dotaciones habituales. En las segundas, por malentendidas relaciones de los padres con sus vástagos, aburridos de insolencia y caprichos, actitudes muy distintas de las que exige cualquier metodología educadora. Con el nuevo curso, ¿podríamos hacer una tregua de silencio en la verbología inane? Si queremos que la Escuela responda a sus eminentes funciones, es fundamental el contexto adecuado de las familias y unas correlativas expectativas de los alumnos. Sin ello, ni el clima, ni el orden, ni la disciplina imprescindibles para instruirse y educarse son posibles. Por otra parte, toda mejora educacional requiere medios -y no llegamos a la media del gasto europeo-, ilusión de quienes trabajan en esto -¿a quién beneficia tanto enredo?- y, por supuesto, reconocimiento de esta difícil profesión. Las crisis de la Escuela dependen, en lo sustantivo, de si falla la conjunción sinérgica entre estos elementos. Si lo sabemos, ¿por qué no dejar de lado los inmorales pretextos banales, para empezar a hablar seriamente de lo que importa, de cómo construir la educación para todos que se necesita en España?