TRIBUNA
Patología hipotecaria
LA MAYORÍA de los españoles llevamos preocupados un tiempo, ya largo, por el mal que afecta al dinero prestado. Se trata de una enfermedad que tiene semejanza con la bulimia y que es capaz de engullir las ilusiones que dignamente nos habíamos hecho de ser propietarios de una vivienda y poseer en ella lo indispensable. Inicialmente, la situación de alza indiscriminada del precio del dinero pasó casi inadvertida y es que hay en el ser humano un mecanismo de defensa, sólo válido en un principio, que le empuja a desechar todo aquello que suponga un problema de gravedad que amenace su equilibrio y bienestar. Solemos obviar los síntomas de las dolencias en sus comienzos para disculpar la posible existencia de una enfermedad mayor, tendemos a soslayar las idas y venida de nuestros hijos cuando comienzan a necesitar un horario de entrada en casa, no hacemos caso a los conflictos con los compañeros de trabajo o con nuestro jefe evitando con ello poner de manifiesto las contrariedades reales que existen en él, etctera, pero estas situaciones que podrían alargarse en su casuística, solamente pueden mantenerse en un principio porque llega un momento en el que no podemos cerrar los ojos ante la evidencia y entonces suena una voz de alarma interior para detenernos ante nosotros mismos y hacer una reflexión profunda no sólo para ser conscientes del problema sino también y sobre todo, para discernir cuales van a ser las soluciones sin vernos excesivamente perjudicados. Este panorama, que es frecuente en cualquier ámbito de la vida, cobra especial significación en el tema de los préstamos hipotecarios y sus intereses trampa. La preocupación asciende hasta límites insospechados teniendo en cuenta que las familias jóvenes deben poner la vida económica de sus 40 próximos años al servicio de un banco. En España se estima que son más de ocho millones de familias, las esclavas de una hipoteca o de un préstamo personal. La crisis de EEUU ha precedido en su desenvolvimiento a lo que comienza a pasar aquí. Se trata de un abuso del sistema monetario de las hipotecas «basura» denominadas «subprime». Estas son las que se conceden por el total de una vivienda a personas con bajos ingresos, sin aval garante ni trabajo fijo. El riesgo que supone para los bancos esta estrategia es compensado con altos intereses (hasta un 16%) que va ascendiendo aun más a medida que los tipos de interés de préstamos de bajo riesgo han subido para detener la inflación. Los seudo propietarios endeudados con hipotecas tan elevadas no pueden hacer frente, con su paga mensual, a las cuotas establecidas por lo que finalmente terminan poniendo a la venta esa propiedad que les fue ofrecida con tanta facilidad pero que es incapaz de ser mantenida en un sistema que devora a sus hijos. La caída no queda aquí. El mercado de viviendas de segunda mano se ve rápidamente saturado al incorporarse a la oferta un número de casas que estaban previstas para la propiedad unilateral durante muchos años más. Los pisos de segunda mano bajan de valor y lo que únicamente sube es la burbuja creada con un mercado ficticio donde el dinero nunca se ve, se tiene o se disfruta. Nuestras operaciones bancarias siempre son virtuales. Sabemos que debemos tanta cifra de números con valor monetario o que tenemos en nuestra cartilla una cantidad que suponemos activa en cualquier momento. No quiero pensar lo que sucedería si esa tranquilidad depositada en nuestro banco de confianza se rompiese al acudir simultánea y masivamente todos a retirar nuestro dinero o a cancelar nuestras cuentas. Otro de los colaboradores invisibles del proceso bulímico son los intermediarios financieros que reunifican deudas financiando hasta el 110% de la vivienda con ingresos de 600 euros. Esta situación no podía sostenerse y hemos de dar gracias a la caída americana que por haberse producido en primer lugar ha alertado a Europa y tambaleado este castillo de naipes que estaba cobrando una altura imposible de mantener. El escenario se complicaba aún más en EEUU al disponer los bancos de una supuesta liquidez fundamentada en las hipotecas basura y emitir, respaldados en ellas, títulos que captaban a pequeños ahorradores. La bolsa, de este modo, ha oscilado a la baja cayendo sin remedio. Estamos acostumbrados a que los crack económicos sean sonados en América y de aquellos lamentos surgen nuestras aflicciones ahora. Necesitamos retomar las riendas de nuestro reloj económico y recomponer un puzzle que se nos ha vendido pieza a pieza con el único objetivo de un crecimiento económico sin límite aparente pero con barreras de fondo siempre dispuestas a demostrar al que protagoniza la carrera que la meta la ponen ellos en el tiempo y cuantía que determinen. No estamos en buen momento sin duda, porque a los desajustes hipotecarios, siempre sangrantes para el suscrito que cuenta con una distribución por lo general muy justa de su sueldo, se añaden las subidas de la cesta de la compra. Los topillos, en nuestro entorno, parecen tener la culpa de todo. Y no sólo sube el pan cuyas espigas de cereal imaginamos mordisqueadas y acostadas sobre el terreno, o las patatas o la vid, que seguramente servirán como ricos manjares a estos roedores ignorantes del desastre que han formado, sino que de repente y al aroma dulce de la subida generalizada todo parece dar un vuelco a nuestra cartera y perdemos, sin apenas darnos cuenta, la posibilidad de sentirnos una familia normal. El mes de septiembre agrava la situación. El fin de unas vacaciones a veces en deuda todavía, el comienzo del colegio con sus libros, la ropa de los niños que parece haber encogido en el armario y las novedades monetarias de la lista final de la compra en el super nos obliga a comparar las ofertas de alimentos en una propaganda cada vez más abundante y competitiva. Bajar al buzón cada mañana va a convertirse en la única posibilidad de poder dirigir nuestros pasos hacia el establecimiento alimentario que se ajuste a la medida de nuestra pequeña cartera ahora vacía, con la esperanza de no cargar mucho más de lo que ya lo están, nuestras tarjetas de crédito; un crédito cada vez más caro y engañoso. Las hipotecas están enfermas, los créditos son cada vez más voraces, los alimentos básicos se alejan cada vez más de nuestra mesa y en medio de todo ello estamos nosotros incapaces de resolver una situación macroeconómica que nos lleva a temblar cada mes ante los pagos fijos que debemos desquitar de nuestros ingresos. Sólo nos queda la esperanza de que lleguen tiempos mejores. El presente no es ni puede ser el único estado posible de las cosas. Siempre hemos oído a nuestros mayores aludir a momentos críticos de los que han salido recurriendo al ahorro de lo «poco» y a la economía de las «sobras». Nada se puede tirar en estos momentos y me refiero sobre todo a la ropa, esa que solemos renovar con demasiada frecuencia con la única disculpa de haber dejado de estar de moda. Lo triste es que siempre son los mismos los que deben atarse el cinturón, si es que lo tienen. Las desgracias son amigas de los más necesitados. Por eso, la sociedad y la política de nuestros políticos nos demuestran que sin remedio hay que dejar de tener aspiraciones elevadas (esas quedan para unos pocos cuyos privilegios son tan amplios que las pérdidas nunca los llevarán a la ruina), expectativas moderadas (que quiere decir que nos conformemos con lo que nos llegue y si tenemos que tomar la cerveza en casa estemos agradecidos por tener un lugar donde tomarla) y necesidades pequeñas ( más bien diminutas para que si no pueden cubrirse la falta no se note). Hemos de volver a los gustos sencillos que apenas habíamos abandonado. Olvidarnos de las vacaciones, del pescado fresco y del pan a todas las horas. Al menos de esta forma cuando veamos las modelos de la pasarela Cibeles podremos imaginarnos con semejante cuerpo estrecho, dentro de poco. Sólo nos queda confiar en la inteligencia de nuestra sociedad futura para poder dejar de temblar ante la estupidez de quienes dirigen ahora nuestro carro de la compra desde despachos bastante alejados del super.