Diario de León
Publicado por
MANUEL ALCÁNTARA
León

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ANTES de prohibir toda clase de ejecuciones, el Tribunal Supremo de Estados Unidos se dispone a discutir las que se llevan a cabo mediante la inyección letal. Una cuestión de procedimiento. ¿Cómo se pasaporta mejor al otro mundo a un condenado a muerte? Se ha comprobado que la silla eléctrica hace subir de manera desmesurada los recibos de la luz de las penitenciarías. Además, el que toma asiento echa humo por las orejas y por la nariz y tarda bastante en morirse. Un espectáculo desagradable, incluso para los partidarios de la pena capital. Por eso se ideó la fórmula terapéutica de la inyección letal: llega a la celda un ATS, desinfecta con un algodón la zona donde va a aplicar el pinchazo, para que no haya infecciones, y se tira a matar, no sin antes advertir al paciente que no le va a doler nada. De niños, todas las inyecciones nos parecían letales. El practicante, que generalmente tenía mucha práctica, desplegaba una cajita plateada, como un ataúd de los que vio Gulliver cuando visitó el país de los enanos, y provocaba una fogata azul y amarilla. Era un ritual y a veces la curiosidad era mayor que el miedo. Mi generación sufrió muchos pinchazos, muchas purgas y muchas lavativas. Todo se curaba con una de esas tres cosas y, en ocasiones, con las tres juntas. El sistema de la inyección letal es distinto, ya que no permite repeticiones. Su constitucionalidad se está revisando en los Estados Unidos, ya que dos condenados de Kentucky alegaron que esa forma de morir supone un castigo «cruel e inusual». Uno de los condenados había matado a dos policías y el otro a un matrimonio, pero sus crueles conductas no fueron inusuales, y menos en la gran nación donde hay más armas de fuego por metro cuadrado y, probablemente, más jeringuillas.

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