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Publicado por
MARÍA J. MUÑIZ
León

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CÓMO ME ALEGRA que en la tierra de la tapa (chatear a palo seco es una ordinariez y alienta cogorzas innecesarias) al fin se fomente una feria que apueste por el cariño. Cariño, eso es ni más ni menos la cocina de altura. Por eso los grandes delantales del país (en León hay muchos y buenos) obsequian su arte en dosis medidas, porque amores y entregas no se derrochan a granel. Estos bocados que acunan bebercio y compaña (qué es si no el alterne, no el de los neones, sino el que toda la vida fue por estos lares) han de dejar siempre ganas de más. La penúltima, aunque se enfile ya en curva cerrada, siempre sabe a poco. Tradición y renovación no pueden estar reñidas. No se trata de renunciar al amplio surtido patatero de los bares locales, ni a las tapas pantagruélicas de hogaza y longaniza puestas de moda más recientemente. Pero en los tiempos del comer por comer (vicio donde los haya, consejos médicos a parte) no estaría de más dar un paso adelante. Eso y no otra cosa parecen ser las ferias de la tapa como se entienden ahora. Al menos, como se entienden administrativamente. El folleto que recoge locales tapero-feriales y manjares es un primor de denominaciones que desatan todas las glándulas visual-olfato-gustativas. Y muchas de ellas a fe que responden a las expectativas. Pero otras, aún demasiadas, estrellan el festival con una racanería conceptual (en la tapa y en la manera de ofrecerla) que habla más de compromiso institucional que de entusiasmo real por poner a la altura el clásico de la gastronomía leonesa. ¡Alegría, señores hosteleros! Si la parroquia no se ha arrugado en todos estos años en los que el euro ha elevado a categoría de selectivo el tradicional consuelo del chateo, bien merece una recompensa generosa. Aunque sea sólo un par de semanas al año.

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