Monarquía parlamentaria

NO LOGRO comprender la alarma política que se desencadena ante determinadas faltas de respeto a la monarquía. Entiendo que orden público, Fiscalía o judicatura actúen ante hechos constitutivos de delito o de falta. Pero sé también de la línea fina que separa la libertad de expresión de los ataques a la representación del Estado. Uno se encuentra en las televisiones con programas de actualidad, vida social e incluso magacines en los que no resulta extraordinario oír juicios y críticas sobre los miembros de la familia real. También sobre el propio concepto de monarquía, sus gastos y sus fastos, con una reiteración digna de mejor causa. Y no logro entender por qué lo que se dice en tales programas, con discursos de la extrema derecha incluidos, escandaliza menos que ver una quema de fotos del Rey o revistas con caricaturas chabacanas. Me temo que ese comportamiento se relaciona con la delgada línea roja de la libertad de expresión. Hecho que sin duda también deberá explicar que mientras algunos obispos solicitan plegarias por la monarquía, la cadena de emisoras de la Conferencia Episcopal participa activamente en la crítica a la institución. En esta paradoja singular de una monarquía parlamentaria sin monárquicos siempre tuve la sensación de que a medida que la familia real se incrementara, empezarían los problemas. Porque la familia no se elige, y porque alrededor de ella y sus comportamientos empezarían a surgir y a utilizarse modos, maneras y argumentos antimonárquicos. Y en eso estamos. Pero no culpen solo a radicales republicanos, o a la libertad de unos dibujantes, ni siquiera a esa derecha extrema profundamente antimonárquica. Están ellos, sí. También el renacido fervor nacionalista español, pero no duden que el más firme semillero antimonárquico está en el morbo que se alimenta en el mundo rosa, bikinis y robados incluidos, y no en escandaleras callejeras o en ejercicios de libertad de un senador o un periodista. Por ilícitos o molestos que estos sean.