EN BLANCO
Fiebre del sábado
HAN PASADO nada menos que 30 años desde el estreno de Fiebre del sábado noche, película de culto que consagró tanto la música disco como las discotecas de la época donde se dilucidaba la selección natural entre hombre y mujer. El rock and-roll, tal como pronosticó el sabio, acabaría por enseñarse en las Universidades, pues eso fueron aquellos gloriosos antros elegidos por la peña para romper todos los tópicos del orden y los buenos modales. El icono por excelencia de aquellos días que nacieron con vocación de cuento es Tony Manero, el chulo bailarín imitado hasta la saciedad por improvisados Travoltas de fin de semana. Siempre metido en hembras y juergas, el personaje de ficción es un joven neoyorkino que tiene un trabajo bastante irrelevante, pero transformado por las noches en una suerte de mago de las pistas. Consagrado como ídolo de una generación sin referentes culturas ni sociales, su actitud de rozar siempre el larguero de lo permitido adquiriría hechuras de gesta en el radiante tecnicolor de la gran pantalla. ¿Para qué ahorrar, si el sol sale cada mañana? Algo así pensaba Tony Manero mientras se acicalaba ante el espejo, dispuesto a salir a las calles y conseguir, por las buenas o por las malas, todas las cosas apetecibles que te ofrece la vida. El cálido regazo de la noche acogía con gusto a semejante pandilla de golfantes, sumida en una cultura hedonista, alcohólica, drogadicta y promiscua. Eso también, pues apenas sabían dónde y con quién se acostaban, el problema era cómo se levantaban. Y todo ello salpimentado por la pegadiza música de los Bee Gees y otros cantantes de los años setenta, cuyos temas constituyen la banda sonora de aquellos años en los que fuimos tan jóvenes y tan felices.