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Publicado por
VICENTE PUEYO
León

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SE DICE QUE el infierno está empedrado de buenas intenciones. Algo así parece haber ocurrido con la conocida como ley de memoria histórica, y cuya denominación real, más larga pero menos equívoca, es «Proyecto de Ley por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura». Una denominación que destila, en efecto, buena intención, voluntad noble de resarcimiento de injusticias y deseo sincero de acuerdo. Así parecía al principio cuando el gobierno socialista, y de forma personal el propio presidente, situó entre sus prioridades esta ley que debía resarcir, abiertamente y sin complejos, a las víctimas de la guerra civil. Se entendía que a todas. Y con especial atención a las víctimas de la oscura y despiadada represión sufrida en la posguerra. Ciertamente, aquella impiedad bajo palio, aquella incapacidad para el perdón y la reconciliación que caracterizaron los tiempos de la férrea Dictadura han pesado como una losa en las nuevas generaciones. Al menos los más sinceros y despiertos eran conscientes de que aquella hiperexaltación de los valores patrios y aquellas hipérboles triunfalistas que se asomaban al No-Do se sustentaban en terreno movedizo: no se puede construir una nación bajo el miedo y el sometimiento. Ni se puede hacer tabla rasa de todo, como si en un lar tan antiguo y complejo pudiera escribirse la historia a la medida exclusiva de los vencedores. Fue esa generación inquieta y consciente la que hizo posible esa solución casi taumatúrgica llamada Transición que permitió salir airosos de esas arenas movedizas con una especie de gran acuerdo cuyas líneas esenciales no estaban escritas: sentido común, instinto de supervivencia, mirada al frente, generosidad para el olvido, voluntad de reconciliación; convencimiento, en fin, de que aquel error mayúsculo llamado guerra civil era, fundamentalmente, un error de todos. Este gran esfuerzo de entendimiento estaba tejido con hilos firmes pero tan sutiles que lo mejor era no tocarlo demasiado¿ («No la toques ya más, que así es la rosa» dijo una vez Juan Ramón Jiménez ). Una iniciativa como la que se ha planteado sólo tendría sentido si estuviera amparada por el más amplio consenso. Y si ese consenso ha resultado imposible, como así ha quedado de manifiesto, lo más razonable era meterla en un cajón. O mucho nos equivocamos o la ley de la memoria histórica seguirá atizando el antiguo y doloroso fuego dormido de las memorias personales: la memoria, en el fondo, es siempre algo íntimo y personal y acompaña al individuo hasta la tumba; la Historia es otra cosa; ¿no es osado y confuso mezclar ambos conceptos?. Lo que nació, en fin, como un intento loable de restañar definitivamente los olvidos y las injusticias de las víctimas más directas de aquella tragedia colectiva lleva camino de abrir la puerta de la vieja querella. Y esa puerta ya chirrió lo suficiente, incluso de sobra, en los labios de nuestros padres. Y su rumor permanece en nuestra memoria.