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Publicado por
FABIÁN ESTAPÉ
León

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NO SE CONOCE otro ciudadano que, como le ocurrió a don Juan Carlos de Borbón y Borbón, recibiera un buen día -en este caso fue el 20 de noviembre de 1975- la totalidad de los poderes de una nación; y no debería extrañar a nadie porque cuando se hubo suprimido la división de poderes que señalara ya Montesquieu allá por el siglo XVIII -lejislativo, ejecutivo y judicial-, las partes se convierten en un todo, en una masa que cada día se parece más, se quiera o no, a un monolito sin cintura ni flexibilidad que no hay por dónde agarrar. Estamos seguros de que la Historia de España recogerá -en realidad ya se está haciendo ahora en este artículo- hasta qué punto el presente y el futuro de esta nación dependieron de la decisión y de la firme voluntad de quien, desde su nacimiento, fue educado para servir a España y situarla en lo más alto del panorama mundial. De ahí que a partir del momento en el que fue coronado como Juan Carlos I, se abrió la posibilidad de dejar en entredicho y desmentir la burlona definición de Juan Carlos el Breve y de abordar con el grueso de la sociedad española la transformación del pretérito sistema de unión a la fuerza en la construcción de una conarquía constitucional. Que esta fue la decisión del Rey lo atestiguan los recuerdos y memorias de hombres tan distinguidos como Torcuato Fernández Miranda y Adolfo Suárez. Queda claro, y lo será cada vez más, que ya dentro del año 1976 se dio paso a una Comisión Constitucional, esa de los Siete llamados padres de la patria para propiciar el cambio. Sabemos, de primera mano, que las tareas iniciales de este consejo no rindieron a ojos del Rey los frutos esperados, y esa sensación de ineptitud determinó que don Juan Carlos planteara a Adolfo Suárez la conveniencia de acelerar la redacción de la Constitución y el referéndum prometido. Para poner la «quinta marcha» y contando con todo el apoyo del Rey, Adolfo Suárez nombró a su Vicepresidente, Fernando Abril Martorell, para supervisar los trabajos de la comisión. También Felipe González fue convocado y éste designó a tal efecto a Alfonso Guerra (episodio que se describe con todo lujo de detalle en las memorias del vicepresidente del PSOE), consiguiéndose el objetivo fijado. Téngase en cuenta que la prisa del Rey descansaba en el hecho de que si no terminaban los trabajos los siete que han alcanzado la fama, llegaría el 1 de enero y con esta fecha la necesidad de legislar con leyes franquistas. ¡No era una cuestión baladí! Como se desprende, esta es sólo una constatación más de quién fue el auténtico motor del cambio democrático; pero ello debería bastar para comprender, de una vez por todas, quién garantizó desde su arranque el periodo más prolongado de convivencia democrática en España y, aunque sólo sea por esto, merece ser respetado.

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