TRIBUNA
La educación no es un servicio público
UNA DE LAS ideas de la izquierda que más éxito ha tenido, incluso en muchas mentes de la derecha, ha sido la de que la educación es un servicio público, como la justicia o la sanidad. Fue la Logse la que la consagró: educación como servicio público con el fin de igualar a los ciudadanos. Este pensamiento encierra toda una filosofía de la vida, una concepción de la sociedad. El fin parece, aparentemente, no sólo aceptable sino apetecible: una educación al servicio de la sociedad, con el ánimo de hacerla más igualitaria. Sin embargo, como en tantas otras ocurrencias del progresismo, los efectos han sido desastrosos. Uno de los fines buscados al considerar la educación como un servicio público es la eliminación de la dicotomía profesor-alumno. En la escuela tradicional existe un profesor o maestro dotado de auctoritas, esto es, el derecho y el poder de mandar, de hacerse obedecer. La Logse, como buena ley socialista, abomina de la autoridad, ve en ella una reminiscencia de la escuela ligada a la tradición cristiana, desconfía de toda persona que tenga poder puesto que éste, para ellos, es monopolio del Estado. La escuela logsiana se concibió como una especie de limbo en el que los alumnos ya no fueran tales: Se suprimen las famosas tarimas, el trato entre profesor y alumno debe ser como el de dos amigos... En definitiva, se trata de buscar un profesor coordinador encaminado a la consecución de una tarea que es la igualdad social. En esta tarea común, la figura del profesor o maestro líder y con poder, queda tocada de muerte. Si consideramos la educación como un servicio público, entonces el alumno y su familia dejan de ejercer los roles clásicos y se transforman en algo nuevo: usuarios. Como tales usuarios tienen más derechos que obligaciones, al igual que en el mundo empresarial, en el que las empresas se deben a sus consumidores -si ofrecen un bien-, o a sus usuarios -si ofrecen un servicio-. Las leyes mercantiles están siempre encaminadas a la defensa de los usuarios y consumidores porque, como tales, se les considera en una situación más desventajosa. Al aplicarse los criterios mercantilistas y pragmáticos a la educación, los alumnos quedan desprovistos de su tradicional condición de receptores de normas, de valores y de conocimientos, para convertirse en exigentes usuarios a los que se les debe prestar un servicio en unas condiciones adecuadas y que, por lo tanto, exigirán resultados. Estos resultados no van a ser los que tradicionalmente se le exigían a la educación: aprendizaje de conocimientos. En un mundo pragmático a la escuela se le exige hoy, fundamentalmente, una preparación para el empleo. De ahí que en la enseñanza actual, cada vez más, los aspectos prácticos predominen sobre los meramente teóricos que son despreciados: ya nadie va a la escuela para aprender por el simple hecho de aprender sino de formarse para tener un trabajo, para adquirir una cualificación. La escuela deja de ser un fin en sí misma y se convierte en un medio para la empleabilidad. En las memorias de Jean François Revel recuerda el maestro una frase de un profesor jesuita que tenía clavada encima de la puerta: «nadie que quiera aprender algo útil entre en este aula». Me gusta por lo reveladora que es y por lo extraño que suena a los oídos de la pragmática escuela moderna. Cada vez más, los saberes clásicos, son relegados porque se los considera inútiles, tema de eruditos, letra muerta. La lengua y la literatura se unifican en una sola asignatura. El latín y el griego son cada vez más, idiomas estudiados por una minoría o, simplemente, por nadie. Las humanidades se sustituyen por asignaturas que pretenden adoctrinar en una ciudadanía única, ajena a la diversidad y complejidad que conforma una sociedad abierta y moderna. Se enseña qué pensar pero no cómo pensar. El usuario se convierte así en el centro de la educación. Las escuelas, los institutos y las universidades, como las empresas, diseñan cartas de servicios, buscan acreditaciones de calidad. La educación no es un mero servicio público, es algo más. La educación es transmisora de valores, no los de una asignatura inventada y diseñada para vender manuales, repartir prebendas y adoctrinar en los valores de una parte de la sociedad. La verdadera educación transmite unos principios más hondos, más profundos: los de todas aquéllas generaciones que durante cientos, miles de años nos han precedido. Sus voces están presentes en cada uno de nuestros actos, de nuestras expresiones artísticas, de nuestros ritos. La educación es una puerta que abre al niño una fuente de conocimiento inabarcable. Es inspiradora e instructora: el buen maestro inspira con sus comportamientos, con sus actitudes, prepara al alumno para el conocimiento y para el mundo. La educación logsiana no quiere individuos excepcionales. No pretende formarlos. A su ideología utilitarista le basta con formar individuos más o menos capaces, iguales, casi clónicos. Una situación real que es preciso cambiar ya. Porque el futuro de cualquier sociedad se prepara en las aulas.