EL EQUILIBRISTA
La extraordinaria placidez
FUE uno de los sintagmas más memorables que se han publicado en la prensa escrita durante los últimos años. En La Voz de Galicia. Decía, el preboste del Pepé, que con el Franquismo, al que él no condena («¿Por qué voy a tener que condenar yo el franquismo?») España vivía una situación de «extraordinaria placidez». Qué gran frase, repito. Y ahí la dejo, a solas consigo misma: porque hay expresiones que dicen todo lo que tienen que decir de quien las profiere. Pero la frase no la olvido. La usaré para comentar la cosa de ayer: la reunión de los alcaldes de las ciudades preocupadísimos por el botellón, que rima con elección (en marzo, las Generales). A buenas horas. Conozco muchachos con el cerebro destrozado por la botellomanía y vecinos destrozados por la misma razón. La solución no es crear botellódromos. La única solución es cambiar la sociedad y sus valores. La revolución que esperamos los ciudadanos es ésa: que cotice alto la cultura, la educación, la humanidad y el humanismo. A los muchachos hay que hacerles creer que son divertidas otras cosas. Y que se pueden juntar y hablar y ligar sin necesidad de reunirse en guettos aptos sólo para alcoholizarse. Yo no repudio el alcohol, pero detesto que el alcohol cambie a la gente y la vuelva peor. Repudio que el clamor de muchos oculte al valor de la persona. O sea, que quiero que el individuo vuelva a ser lo que es y que los condicionantes externos no lo estropeen. El botellón es una moda perversa: aniquila al individuo. Y no soy un pureta que prefiera la extraordinaria placidez: nunca me gustó tanto silencio. La «extraordinaria placidez» del Franquismo, como a la mayoría (sépalo Mayor Oreja y su partido) me ha parecido terrible y tétrica. Prefiero la placidez de la cultura, que puede ser muy divertida si sabemos enseñarla. De la noche sin jaleo. De la amistad sin grietas. Del corazón sin miedo. El botellón es el remedio de los jóvenes contra el miedo (al presente y al futuro) y contra la «extraordinaria placidez» de esta sociedad sin valores. En la que nada cuesta. En la que hemos confundido la facilidad con la felicidad. Los alcaldes, que se han reunido para nada, deben saberlo.