TRIBUNA
Inútil, pero amor al fin y al cabo (Nietzscheana)
PASÓ un cura y, como Zaratrustra, pensé para mi capote: ¿Pero es posible que este buen hombre todavía no sepa que Dios ha muerto? Y sentí por él la misma ternura que se siente por una niña que todavía desconoce la dimensión de su orfandad. Si yo tuviera algo que reprochar a la Iglesia Católica (y hay en su jerarquía mucho que reprochar) no serían los casos de pederastia, -con ser hecho tan grave que pone en evidencia un terrible déficit espiritual y religioso, moral y meramente humano- porque la pedofilia no es patrimonio de institución sino de algunas personas concretas, ni escándalo de la vida Vaticana y la depravación monetaria de la corte papal, ni el cinismo con que afrenta los problemas del saco de la misericordia y la caridad, ni la oxidación de la dogmática que durante siglos pretendió sustentar de forma inamovible los puntos cardinales de la vida, la moral o la estética, sino una especie de ceguera que le impide interpretar los signos sin a priori alguno, con una especie de negativa bruta al análisis racional. No es vano que a su fundador Pablo, una luz lo cegara y lo derribara del caballo, convirtiéndolo en alucinado. Nada más lejano al pensamiento racional que la alucinación. Después de Pablo, en cuyas cartas se encuentra ya toda la tecnología organizativa mundana de la jerarquía eclesiástica, la luz ha cegado a los propagandistas de la Iglesia y les impide acercarse a la realidad con una mínima dosis crítica, que configure, de manera segura, el sentido de su existir sobre la tierra, fuera de «la verdad» en la que desde el comienzo se debaten sin poder «creer» en ella. Una «verdad» en la que «hay que creer» ¿qué tiene de verdad? El cura se volvió a mí con ojos encendidos, adivinando mis pensamientos: -¿Cómo que Dios ha muerto? Era un hermoso atardecer y yo señalé con el dedo la melancolía de las nubes teñidas de naranja: Señáleme -dije, algún punto del corazón donde todavía se venere la divinidad y esa veneración no sea palabra vana. - Cristo es la palabra, ¿cómo se atreve? -bramó el cura con la voz descompuesta. - Esa frase tiene el mismo contenido que si digo «Zapatero es la palabra»... El mismo enunciado es palabra vacía. Sosada con pretensiones. ¿No se da cuenta de que la palabra se les ha convertido en el instrumento del autoengaño. De Jesús, el maestro, sabemos que lloró varias veces, pero nunca que riera. Hoy no necesitará crucifixión, creo que se moriría de risa si os viera repetir con ahínco fórmulas rituales en las que el aburrimiento subraya la ausencia del gran Interlocutor. ¿Podría haber una virgen tan necia, tan subnormal que aguantara cincuenta veces una declaración y un ruego, siempre el mismo? Y en el terreno de la conducta, ¿acaso los católicos han sufrido un vuelco cordial que les haga olvidar todo lo que en el mundo niega a Dios? ¿Acaso, señor cura, no ve que todo fue una hermosa idea que nunca llegó a ser otra cosa que idea? ¿De qué murió Dios? ¿De un disgusto que le dieran los católicos depositarios de su amor? ¿De un dilatado ataque de senilidad? ¿De un bostezo, de un infarto, de alzhéimer? Todos los dioses mueren. Pero a éste, como a Dionisos, lo han matado sus creyentes ahogando su llama en el corazón. Todo un edificio de valores, pretendidamente fundados, se ha derrumbado como un castillo de naipes. Sólo quedan ruinas como dice el hermoso poema de Khalil Gibran: el altar ante las ruinas de Baalbek. El cura me dio la espalda, furioso y confuso, musitando despectivamente entre dientes: -Los réprobos han salido de los infiernos. Satán se ha enseñoreado del mundo. Y yo: -El poder del maligno sí es un hecho. Todo lo que el concepto de Dios rechazaba toma forma y fuerza en sus manos. Vaya a su igleisa y rece hermano cura. El «atronador» silencio del vacío será la respuesta. Los demás, los católicos parroquianos están demasiado atentos al consumo, al disfrute básico del instinto básico. Tome un aparato de megafonía y recorra las playas de Levante llamando a oración. Me temo que los creyentes que allí dicen superar el estrés de un trabajo inhumano de once meses, no van a escuchar, como dicen las pelis americanas, una puta palabra del puto aparato y perdone esta licencia poética, poco considerada con el oficio más antiguo. Y no me diga que la educación ciudadana... Uy, esto no voy a tocarlo porque no voy a nombrar la soga en casa del ahorcado. Descuélguese de su horca o de su propia cruz, señor cura, y hablaremos tranquilamente de la reprobación de todo lo que no coincida con la moral que le gusta y más allá de la cual no hay salvación. Pero no me diga que usted siente que Dios le habla, porque usted sabe que eso es una frase vacía. Una frase que quizá tuvo sentido en algún alma de excepción, pero es un cliché para uso de prestes sin verdadero discurso religioso que resucite a Dios y remueva la piedra del sepulcro; ese sepulcro, en el que cada católico lo tiene encerrado con fornidos guardaespaldas, para que no resucite. Si me dice que hay excepciones, le diré que tiene razón. Conozco colegas suyos que viven reverencialmente el mandato del amor, el más explícito del evangelio; de la amistad del alguno me precio... pero, señor, son excepciones que confirman la regla. Y si le place, rece por mí. Mal no me hará. Bien sí, porque su buena intención salvadora, no deja de ser un acto de amor. Inútil, pero amor al fin y al cabo.