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Publicado por
MARTÍN MANCEÑIDO FUERTES
León

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LOS HISTORIADORES de la medicina coinciden en resaltar que la sangre siempre ha ejercido una verdadera fascinación en todas las culturas. Las civilizaciones antiguas ya intuían que la sangre sería capaz de vencer a las enfermedades incluso a la vejez. En efecto, los hebreos, egipcios, griegos, romanos o aztecas nos dejaron muchas huellas de ello. En el caso de los romanos la leyenda dice que daban de beber sangre a los enfermos, procedente de los gladiadores cuya vitalidad era evidente, una acción reiterada y recurrente de una u otra manera en las demás civilizaciones. Sin embargo la primera «transfusión» aparente se realiza en el año 1492 al Papa Inocencio VIII que sufría una insuficiencia renal crónica. La procedencia de la sangre fue de tres niños de 10 años cuyas familias recibieron un ducado de oro cada uno. Nadie sabe realmente lo que pasó, lo más seguro es que los niños murieran, además sin poderse llevar a cabo la transfusión propiamente dicha. Es científicamente imposible ya que la sangre se coagula rápidamente. Se supone que el Papa la bebió y lo que es seguro, es un dato que está ahí, en abril de ese mismo año murió. Naturalmente lo que sí se practicaba con cierta regularidad, es el sistema de extracción de sangre a través de las sangrías, lo que liberaba al enfermo de sus males, por lo menos «aparente y momentáneamente». Después del lamentable episodio del Papa, pasó más de un siglo sin que se volviera a hablar del tema, hasta el año 1628 en el que William Harvey teorizó sobre el sistema circulatorio. En 1656 Chistopher Wren administró medicamentos por primera vez por vía intravenosa. Observó que al introducir líquidos en la circulación sanguínea de los animales con los que experimentó, estos respondían a la sustancia introducida. Vio, por ejemplo, cómo inyectando en vena vino y cerveza a un perro, lograba emborracharlo. En 1665 Richard Lower siguió experimentando con la sangre pero siempre de manera fallida por el insalvable problema de la coagulación. Sólo un año después Lower hizo un experimento que cambió la situación. Sangró a un perro casi hasta el límite y a través de cánulas de plata unió la arteria de un perro sano con la yugular del que antes le había dejado moribundo y, ¡funcionó! Logró salvarlo. Unos años más tarde un médico de la corte de Luis XIV, Jean Baptiste Denis ensayó con humanos aplicándole sangre de cordero y le funcionó en algunos casos aunque se les morían al poco tiempo por lo que llamaban «melancolía ovejuna», además, la viuda de uno de ellos lo denunció a los tribunales y de nuevo se volvió a paralizar todo porque los jueces prohibieron las transfusiones y amenazaron a médicos y cirujanos «so pena de sufrir castigos corporales». Hasta 1835 no se volvió a las andadas. Fue el ginecólogo inglés James Blundell quien impresionado por las muertes de las mujeres en el post-parto por causa de las hemorragias consiguió hacer transfusiones de persona a persona con éxito en muchísimos casos. Lo que le impresionaba al doctor Blundell en el primer tercio del siglo XIX, no difiere casi en nada de lo que ocurre hoy en muchos países del tercer mundo tal como dije anteriormente con cifras de la OMS y que en mi reciente etapa de Presidente de la Organización Mundial de Donantes de Sangre he tenido lamentablemente la oportunidad de ver en varios países. No por falta de técnica o de conocimientos precisos para evitarlo, sino por algo tan terrible como es la falta de sangre. Pero sigamos con la evolución histórica. En 1867 otro cirujano inglés Joseph Lister introdujo antisépticos en las trasfusiones con lo que lograba controlar posibles infecciones y los avances eran constantes. De todos modos las incompatibilidades de la sangre de unas personas a otras (no se conocían los diferentes grupos), acarreaba permanentes fracasos. Fue en el año 1901 en el Departamento de Anatomía Patológica de la Universidad de Viena cuando el médico Karl Landsteiner determinó los diferentes tipos de antígenos situados en la superficie de los glóbulos rojos y que eran los verdaderos culpables de las incompatibilidades. Kart Landsteiner recibió en 1930 el Premio Nobel de Medicina por este descubrimiento. Había otro problema, que la sangre seguía coagulándose muy rápidamente y eso significaba que entre 5 y 10 minutos quedaba inutilizada, lo que técnicamente se conoce como «hemolizarse». Aunque ya en la última década del siglo XIX algunos químicos sabían cómo impedir que la sangre se coagulara, el tratamiento que le aplicaban la volvía tóxica por lo tanto no válida par la transfusión. Fue en 1914 cuando un investigador belga Albert Hustin mezcló sangre con una solución de citrato de sodio, diez gramos por cada cien c.c. a la que incorporaba una solución salina de glucosa. El resultado no fue eficaz pero sí el principio de la solución. Ese mismo año un argentino, el Dr. Agote, sin conocer los experimentos de Hustin y haciendo una dilución diferente obtuvo un éxito extraordinario. Se acababa de inventar la manera de que la sangre no se coagulara y por tanto se podía «almacenar», es decir, dio pie a lo que hoy conocemos como «bancos de sangre». A Hustin y Agote les emuló Richard Lewisohn del Monte Sinaí de Nueva York. La Primera Guerra Mundial imprimió velocidad en las investigaciones y descubrimientos de tal manera que ya se podía mantener la sangre donada pendiente de transfundir durante unos días. Estos días 3, 5, 8, 14, 21, hasta los 42 actuales son los que han marcado la historia de la transfusión sanguínea. Más tarde en 1940 vendría de nuevo de la mano de Landsteiner el descubrimiento del factor Rh. Después de la Segunda Guerra Mundial se cambiaría el continente de vidrio por el novedoso plástico y a partir de ahí una loca y grata carrera por poner a punto nuevos test, más rápidos, más seguros y fiables, capaces de asegurar la ausencia de virus en la sangre para que, la que ha sido donada con generosidad, sea transfundida con todas las garantías. Lo último de lo último es una técnica que entra en el terreno de la biología molecular, (NAT) que en toda Europa y también en España desde noviembre de 2005 se implantó obligatoriamente como prueba para todas y cada una de las donaciones. Con independencia de su elevado coste, parece que su eficacia es evidente y la reducción de «tiempos de incertidumbre» los llamados «períodos ventana» resultan espectaculares y aún lo serán más, muy próximamente.