Diario de León
Publicado por
Félix Barajas Martínez
León

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Finalizado el Congreso Internacional Victoriano Crémer: cien años de periodismo y literatura que se celebró hace unos días en León y que, en definitiva, no ha resultado ser sino un merecido homenaje más, a la figura y a la obra de nuestro más veterano y representativo escritor, periodista y, sobre todo, poeta, y exhaustivamente analizada y glosada su extensa trayectoria literaria y vital por los ilustres ponentes del congreso, nos corresponde ahora a sus amigos de siempre, de cada día, a sus convecinos de vivencias cotidianas en este León nuestro, dejar constancia de lo que ha sido y es para cada quién, el discurrir vital en nuestra relación con su persona. Para mí -y para todos los leoneses- desde los tiempos en que yo vestía pantalón corto, el recuerdo primero es el de su voz, siempre vehemente y precisa, en las charlas diarias, después del «parte», hacia las tres de la tarde, de todas las tardes, de su «Luces de la ciudad», sabrosos comentarios de actualidad local, o su semanal Página de Arte y de Literatura , en la emisora local, Radio León , la única existente hasta entonces. Hablo de los años cincuenta. (Luego vendría su labor de colaboración en la prensa local de todas las épocas y de todos los vientos, sus espléndidos artículos, de los que tanto se ha hablado en estos días de congreso, labor de articulista ininterrumpida y tenazmente cumplida hasta hoy mismo). Cursaba yo entonces mis estudios de Bachillerato en el Instituto Padre Isla, de León, y nuestro profesor de Lengua, Luis López Santos, aquel cura enérgico de cabeza plateada y fina sorna, nos habló en clase del último libro de poemas de Crémer, y nos recomendó su lectura. Se trataba de Furia y paloma . Con nuestros trece o catorce años por entonces, buscábamos con avidez este libro en la Biblioteca Municipal, aquel largo caserón, en el jardín de San Francisco, de ladrillo renegrido, adosado a la iglesia de Santa Nonia, y luego partido en dos al abrirse la flamante calle de Lancia. A comienzos de los años sesenta aparece otro de los libros capitales de Crémer: Tiempo de soledad . Andábamos entonces empeñados en nuestros estudios para la docencia, en la Escuela de Magisterio y recuerdo que comentamos y analizamos profundamente en clase este libro con José Pérez Gómez, nuestro profesor de Lengua. También Tiempo de soledad fue objeto de estudio en las clases de Filosofía, con Emilio Martínez Torres, a la sazón entregado a intentar hacernos comprender el existencialismo, escuela filosófica tan en boga en el momento, y T iempo de soledad nos llegó como anillo al dedo para constatar el fondo profundamente existencial que rezumaban sus versos. Para mí, este libro fue una revelación, un deslumbramiento imposible de describir. Con este libro se fraguó mi amor por la poesía y mi incipiente vocación poética para siempre. Recuerdo que lo leía y meditaba con avidez, subrepticiamente, a escondidas, durante las clases de Física y Química, actitud que delataba definitivamente mis más secretas predilecciones. Más o menos por esos años asistimos embelesados a un recital poético que dieron al alimón, en el salón de actos del Colegio de los maristas, nada menos que Victoriano Crémer, Manuel Alcántara y Luis López Anglada, actuando como mantenedor Dámaso Santos. Todo un lujo. Memorable también la presentación que hizo Crémer en la sala de fiestas Club Radio de Gabriela Ortega, la mejor rapsoda para los versos de Federico García Lorca. Recuerdo que la propia Gabriela Ortega quedó fascinada ante las palabras de Crémer y así lo hizo saber en público. Vivencia, para mí, de las que calan hondo y permanecen. Yo albergaba, desde chaval, el sincero deseo de conocer personalmente a Victoriano Crémer. Un amigo común, José Luis Chiverto, poeta prematuramente desaparecido, propició por fin el, por mí, deseado encuentro. Sería acaso hacia el año 62. Yo tenía veinte años (recuerdo que cuando se lo hice saber, a requerimiento suyo, me increpó con su característica socarronería: «¡No tenéis derecho a tener veinte años, coño!»), y ahí comenzó mi amistad con aquel poeta a quien tanto admiraba, quien me había incitado, sin él saberlo, a enfrentarme con la aventura de escribir poesía y a quien yo secretamente deseaba emular. Y aquello fue el comienzo de cuarenta y cinco años de amistad entrañable y fructífera, constantemente renovada en el tiempo cada vez que coincidimos mi secreto maestro y yo en eventos culturales o en encuentros fortuitos en cualquier encrucijada de este nuestro viejo León, encuentros siempre sellados con un fuerte abrazo. En el año 80, de la mano ya del mejor mentor que yo podía haber encontrado, publiqué mi primer libro de versos, El ámbito y las mano s, que Crémer, muy amablemente, no solamente prologó, sino que glosó y analizó y de rebote promocionó en sus páginas literarias de la prensa local de entonces, gesto del que nunca le estaré lo suficientemente agradecido. Aquel libro iba, además, magníficamente arropado con una hermosa portada del pintor leonés, y amigo, Esteban Tranche. Una vez más, la proverbial complicidad entre la plástica y la lírica. También recuerdo con cariño las lecciones magistrales de Crémer en los Cursos de Verano para Extranjeros, en los que Pepín Castro Ovejero, siempre inolvidable, también derrochaba sus profundos conocimientos musicales. En algunas ocasiones, nos reuníamos un grupo de poetas jóvenes para leer nuestros versos «a la luna», según opinión de Crémer, y entonces él, el Maestro, previa solicitud, nos proporcionaba el salón del «chalecito mono», como él decía, que Caja España tenía en Ordoño. A veces se deshacía en elogios, en su espacio radiofónico El aplauso del día , hacía la labor teatral que realizábamos otros jóvenes entusiastas, en alegre farándula de los dulces años sesenta, con nuestro grupo amateur Experimental Grutélipo , proponiendo osados montajes en pleno franquismo, de piezas de Bertolt Brecht, Gelderode, Valle Inclán, Ionesco... bajo la dirección de nuestro siempre recordado Kike. Crémer siempre accedió gustosísimo, cuando se lo requeríamos, a formar parte de jurados para certámenes literarios que convocábamos desde asociaciones culturales como el club Forecu o el Aula de Cultura Clavileño. Ha prologado con inmenso cariño docenas de libros de escritores jóvenes y ha alentado y estimulado siempre nuestras ilusiones literarias con su asesoramiento y sus sinceros consejos. Y, por fin, nos hemos congratulado siempre con sus premios, homenajes, Títulos honoríficos, agasajos y demás eventos similares a los que sabemos que él no es en absoluto proclive, pero que son necesarios por merecidos. En fin... toda una vida con Victoriano Crémer, y Crémer con nosotros, en este León de nuestros pecados, como él dice, y de cuya intrahistoria de un siglo tiene él todas las claves. ¿Para cuándo sus el libro de sus memorias, don Victoriano? Las esperamos, porque León las necesita. Es un encarecimiento que desde aquí le proponemos, querido maestro.

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