TRIBUNA
El martirio no se busca, nos sale al encuentro
EL PAPA Benedicto XVI al iniciar su pontificado, como es de todos conocido, escoge para su primera y pragmática encíclica el título de Dios es amor, definición, que por una parte hace de él el apóstol San Juan y por otra convierte en mandamiento principal y urgencia de todo cristiano. Así lo reconocen y lo llevan a la práctica los primeros cristianos, de suerte que según el Concilio Vaticano II «ya desde los primeros tiempos algunos cristianos se vieron llamados siempre a dar este máximo testimonio de amor delante de todos y particularmente delente de los perseguidores», matizando el mismo Papa con motivo de la fiesta de San Esteban, el primero de los mártires, que lo hicieron «atraidos por el ejemplo de Jesús y sostenidos por su amor muchos cristianos ya desde los orígenes de la Iglesia, testimoniando su fe con el derramamiento de sangre. Tras los primeros mártires han surgido otros a través de los siglos hasta nuestros días». El hecho de que ayer fueran beatificados 498 cristianos españoles martirizados en el contexto de una revolución no puede ser considerado en manera alguna como un hecho aislado en la historia de la Iglesia; puesto que ha sido una constante a través de los tiempos que el ciudadano de a pie sin títulos ni privilegios haya ido tomando poco a poco conciencia de sus responsabilidades y posibilidades de ejercer sus funciones propias en la sociedad surgiendo de cuando en cuando una oleada de protestas que con el tiempo llegaron a degenerar en desórdenes y revoluciones ante el poder constituido, como ocurre en el caso de Inglaterra cuando obispos, sacerdotes y laicos se niegan a reconocer veleidades del rey Enrique VIII no reconociendo ni válido ni lícito su matrimonio con Ana Bolena a mediados del siglo XVI terminando la mayoría de ellos conducidos al martirio; siendo aún muchísimos más los mártires de la Revolución Francesa en el siglo XVIII, de la que el historiador J.L. Repetto asegura que «se convirtió en un baño de sangre» y la califica como la salvaje masacre del siglo XVIII» Lord Byron con toda serenidad rindiendo homenaje a estas víctimas inocentes pudo escribir: «jamás mueren en vano los que mueren por una causa grande», mientras que Pío Baroja en su obra Las realidades de la fortuna, fijándose más bien en sus causas negativas se expresaba así: «la revolución es una época para histriones. Todos los gritos sirven, todas las necedades tienen valor, todos los pedantes alcanzan su pedestal». Y es, en fin, un filósofo de la categoría de Ortega y Gasset quien desvela la causa de todo esto; a saber que «el revolucionario no se revela contra los abusos sino contra los usos». En ninguna época de la Historia de la Iglesia han faltado mártires, pero era el Papa Juan Pablo II quien refiriéndose a tiempos más cercanos a nosotros escribía: «al término del segundo milenio la Iglesia ha vuelto a ser de nuevo la Iglesia de los mártires; siendo nuestros Obispos españoles los que aludiendo a nuestros beatificados y por consiguiente a todos los que pasaron por igual trance en tercera década del siglo pasado en nuestra patria aseguran que «murieron como mártires y como testigos del Evangelio». Es totalmente injusto inscribir a su inmensa mayoría ni en una ni en otra bandería de una guerra civil. Quiero a este respecto aportar de alguien, que no solamente era competente en la materia sino que además lo vivió muy de cerca. Mosén Evaristo Feliú quien en un encuentro en que coincidimos en Madrid a este respecto me decía: «el martirio no se busca, nos sale al encuentro». En un enfoque ya más generalizado de esta materia escribía en el año 1979 André Mandouce, Profesor de la Universidad de la Sorbona de París sobre la Iglesia: «una cosa es cierta; su historia actual ocupa la primera plana de los periódicos y suministra temas a las crónicas de la radio y la televisión. Lo que ya no es tan cierto es que los miembros de la Iglesia lo mismo que sus adversarios sepan distinguir entre la Historia de la Iglesia y las «historias que de ella se propalan». Hablar o escribir a muchos años de distancia y a impulsos de una pasión ideológica ni me parece serio ni mucho menos ético. Tengo a la vista el discurso que Manuel Azaña, presidente del Gobierno y más tarde presidente de la segunda República Española pronunció ante las Cortes Constituyentes el 13 de octubre de 1931 tratando de impedir que todas las ódenes religiosas fuesen disueltas midiéndolas a todas ellas con el mismo rasero con que se trataba de medir a los jesuitas. Se preguntaba: «¿Es que yo voy a caer en el ridículo de enviar a los agentes de la República a que clausuren los conventos de estas pobres mujeres para que en torno a ellas se forme una leyenda de falso martirio y la República gaste su prestigio en una empresa repugnante que estaría mejor empleada en una empresa de mayor fuste? Yo no puedo aconsejar eso a nadie... Guardémonos de extremar la situación aparentando una persecución que no está en nuestro ánimo ni en nuestras leyes, para acreditar una leyenda, que no puede por menos de perjudicarnos». En un momento, como este, ya a 70 años de distancia se impone cordura y considerar esta beatificación como un acontecimiento meramente eclesial; pues un teólogo moderno de la categoría de Ives Congar nos recuerda que la Iglesia de todos los tiempos está llamada a situarse frente al paganismo, ya sea el paganismo religioso de los comienzos de la Iglesia encarnado en la cultura greco-romana lo mismo que ante el paganismo arreligioso de los últimos tiempos, en que hay que situar ya las últimas persecuciones como la soviética con sus más de cien mil sacerdotes martirizados y canonizados por la Iglesia Ortodoxa o la nazi con sus espantosos campos de exterminio, por citar algunas solamente. Hoy finalmente es realidad también que la fe cristiana ya no se transmite ni por herencia ni por códigos genéticos sino por la enseñanza y ahora se acepta libremente. Tanto el cristiano como el no cristiano de hoy deben tomar conciencia de que en definitiva el martirio hoy el martirio es un combate entre Cristo y el mal, siendo el cristiano quien en nombre de Cristo se enfrenta a él. Solamente su valentía, intrepidez y aparente impasibilidad ante el tormento explica que el mártir acepte el sufrimiento convencido de que no es él solo quien sufre sino principalmente Cristo, que es quien le da fuerzas no sólo para aceptar la muerte sino para morir inclusive perdonando como lo hizo él.