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Publicado por
GUILLERMO JUAN MORADO
León

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POR PROVIDENCIA divina no me ha tocado, todavía, desprenderme de los familiares o amigos más próximos. Mis padres viven. También mis tres hermanos, todos ellos más jóvenes que yo. Pero la muerte nunca es una instancia lejana. Está ahí, más cerca de lo que pensamos. Está ahí como una amenaza, o como un recordatorio, de nuestra condición pasajera y caduca. Nuestra vida se desarrolla entre el «aún no» y el «ya no». Muchos de los nuestros nacieron y vivieron cuando «aún no» habíamos nacido nosotros. Muchos otros, cada vez más, «ya no» están cuando preguntamos por ellos . Yo, que he sido el primer hijo de mis padres -aquejado tal vez del síndrome del «príncipe destronado», que tal bien reflejó, en una de sus novelas, Miguel Delibes- he echado mucho de menos a una persona; a una tía bisabuela mía. Se llamaba Fernanda. Ella tenía el don de la fantasía; la capacidad sorprendente de reproducir, por medio de imágenes, las cosas pasadas o lejanas; de llevar a extremos insospechables el prodigio de la imaginación. Fernanda -Nanda para nosotros- nos contaba cuentos. Lo de menos es que fuesen reales; que se ajustasen a la prosaica normatividad del día a día. Lo fascinante es cómo los contaba. Introduciéndonos en la trama, creando el suspense, haciendo volar nuestra imaginación. Mi afición a las historias, a la literatura, a la novela, le debe mucho a esta herencia familiar. El mundo no es plano, ni geométrico, ni lineal. El mundo se presta a la reconstrucción. El mundo abre sus puertas, y sus ventanas, a lo improvisado, a lo novedoso, a lo sorprendente. Pero no era, mi tía Nanda, un subterfugio para huir de la realidad. Gracias a su paciencia, pude aprender los ríos, con esa cantinela musical de la pedagogía de antaño, que decía, por ejemplo: «El Miño nace en Fuente Miña, provincia de Lugo...». Antes de ir a clase, la noche anterior, repasábamos, casi cantando, la lección del día siguiente. Yo estoy contento de ser cristiano. Creo, sinceramente, que existe un principio de solidaridad; una solidaridad que abarca a los que «todavía se están purificando después de la muerte». ¿Qué podemos hacer por los que han muerto? No se trata de olvidarse de ellos, ni de resignarse ante un destino que sea equivalente a la nada. Podemos rezar, e interceder, e implorar, por su eterno descanso. Dios es «Dios de vivos», amigo de la vida, Señor de la vida y de la muerte. Desde la humildad de la fe, me atrevo a pedir: «Dale, Señor, el descanso eterno, y brille sobre ellos la luz eterna».